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Introducción y presentación de motivos de la obra.

(Historia de las razas malditas de Francia y España.1847)


Si fuese necesario demostrar con cual persistencia invencible los prejuicios dominan a los hombres y cuán impotentes son las leyes para cambiar las costumbres que reprueban, la historia de las razas malditas bastaría para lograr tal fin. Es fácil comprender que los judíos, considerados como los descendientes de los asesinos de Jesucristo, hayan sido objeto de odio y de desprecio para sus adoradores, que , por otra parte, no tenían casi nunca relaciones con ellos sin que fuera a costa de su fortuna; se olvidaban prontamente los servicios recibidos, para acordarse solamente de las condiciones onerosas bajo cuyo yugo se había sufrido. Sin contar con que la naturaleza de las operaciones a las cuales los judíos se entregaban por entero, y la resignación que fueron forzados a tener, no era de las que se tienen realzadas en los pueblos guerreros o agrícolas. Sería más natural que los bohemios [N.T: En Francia se llamaba "bohemios" a los gitanos], esa raza sin fe ni ley, a quienes la vida pide la mentira y el robo, tuviesen excitado un vivo sentimiento de repulsa entre las poblaciones en medio de las cuales ellos vivían. Pero los cagots, los caqueux, los chuetas, los vaqueros, los oiseliers no se parecen en nada a las razas que nombramos antes. Tenían una morada fija, profesaban la misma religión que sus vecinos, ganaban su vida en profesiones útiles y honorables: De dónde viene entonces el desprecio y aversión que inspiran? Esto es lo que nos hemos propuesto investigar en este libro, destinado a recordar las secuelas, siempre deplorables, de un prejuicio, pero no a reavivar odios que, si no están extintos, no tardarán en estarlo. 

    La existencia y estado miserable de los cagots, tan poco y mal conocidos fuera de los lugares donde vivían, son hechos incontestables que sólo la ignorancia podría poner en duda; pero su origen, ya problemático en la Edad Media, se oscurece día a día. El paso de cada siglo deja un velo más sobre él, para hurtarlo de las miradas de las futuras generaciones. Este origen, como veremos, proporcionó materia de conjeturas más o menos probables, más o menos ingeniosas. Lo que hay de cierto es que estos seres, degradados por la opinión y bajo no se sabe cual sello de maldición, fueron desterrados, rechazados de todas partes como apestados y se temía su contacto y visión. 

    No tenían nombre o, si tenían uno, se ignoraba, designándolos por el calificativo humillante de "cagot" o "crestiaa". Sus casas, digamos más bien, sus chozas, se elevaban a la sombra de los campanarios o torres, a cierta distancia de los pueblos, adonde no iban más que para ganar su sustento como carpinteros o techadores, o para asistir a los oficios divinos en la iglesia parroquial. Sólo podían entrar en ella por una portezuela, reservada exclusivamente para ellos. Tomaban el agua bendita de una pila separada, o la recibían en la punta de una vara. Una vez en el santo lugar, tenían una esquina donde debían situarse, separados de los demás fieles. Hasta se temía que sus cenizas contaminasen las de las razas puras: También se les asignaba , en el camposanto, en el lugar donde todos los mortales son iguales, una zona demarcada. El pueblo, en general, estaba tan imbuido de la idea de que los cagots no se parecían en nada al resto de los hombres, que un padre, reducido a la miseria, prefería mil veces ver a su hija pedir limosna que unirla con un cagot. Este prejuicio pasó del pueblo a las clases más altas de la sociedad, y la Iglesia y el Estado estuvieron de acuerdo para rechazar de todo empleo honorable a las víctimas con las que se ensañaba. Finalmente, dicho prejuicio los persiguió hasta las fuentes de las que se sacaba el agua necesaria para su subsistencia. Casi no hay pueblo en los Pirineos donde no haya una fuente llamada "Fuente de los cagots".

    Bajo el efecto de parejas ideas, deberíamos sorprendernos de ver planear sobre ellos las imputaciones más calumniosas, las suposiciones más mancillantes? Eran brujos, magos; despedían un olor infecto, sobre todo durante los días calurosos; sus orejas no tenían lóbulo , como las de los leprosos; cuando el viento del Sur soplaba, sus labios, sus glándulas yugulares y la pata de ánade que tenían impresa bajo la axila izquierda, se hinchaban; amén de miles de otras acusaciones, todas con fundamentos parecidos. Así , las viejas leyendas, a las cuales el pueblo da fe todavía hoy, nos representan a los cagots como propensos a la lujuria y a la cólera, así como ávidos, altivos, orgullosos, susceptibles y , sobre todo, llenos de pretensiones. Una antigua tradición, de la cual no garantizamos la autenticidad, nos asegura que cuando la denominación de "cagot" fuese dada a algún miembro de esta casta mancillada por la opinión, él tenía el derecho, ante la justicia de la época, de exigir una reparación; pero sólo podía recibirla si llevaba una pata de ánade en el hombro. Lo que hay de cierto es que , hasta fines del siglo XVII, los cagots pirenaicos, gahets gascones y caqueux de Bretaña, estaban sujetos por la legislación entonces vigente, a llevar una marca distintiva, llamada "pie de ganso" o de pato, en los fallos de los parlamentos de Navarra y Burdeos.

    Presa de tantas miserias, si los cagots esperaban un cambio en la legislación y mejores días para el futuro, debían desesperar de que ella se produjese entre el vulgo que, a pesar de las disposiciones y de los fallos, se obstinaba en rechazarlo de su pecho. En efecto, el sacerdote y el escribano, al lado de los registros civiles y fiscales de los cagots que nacían, que se casaban, morían y los que a fuerza de trabajo e inteligencia se hacían propietarios, raramente olvidaban anotar la calificación que condenaba a estos desgraciados al desprecio y al odio de sus semejantes, perpetuando así la línea de demarcación que los separaba del resto. 

    Eso no era todo: Un cagot rico se casaba y su nombre y el de la gente asistente a la boda no tardaban en figurar en una canción satírica que circulaba hasta sitios lejanos y se transmitía de padre a hijo. Los cagots habían tenido una riña con los que no lo eran y rápidamente un canto de victoria, donde los malditos eran maltratados luego del combate. Sin embargo, ellos no quisieron dejarles a sus adversarios el monopolio de estas canciones: Un cagot de Bénéjaq , entre otros, compuso una; pero, en lugar de entregarse a justas represalias, entona un canto donde respira la alegría y la resignación.

    Esta virtud, junto con el amor al trabajo volvió su condición más tolerable. Ellos se propusieron subir al rango del que nunca habrían debido bajar, y , durante cuatro siglos, del XVI al XIX, no dejaron de reclamar contra los malos tratos de los que eran objeto. En el siglo XVII , el poder judicial se puso de su lado; pero no ganaron mucho con ese cambio, debido a las pocas luces de la época; los parlamentos, que habían sido poco obedecidos por los cagots cuando se habían mostrado hostiles a esta raza, consagrada a la desgracia, lo fueron todavía menos por sus adversarios, cuando se les hicieron favorables. Las leyes no pudieron prevalecer sobre las costumbres. Finalmente, llegado el año 1789, los cagots, ya en mejores condiciones, debieron creer que llegaba el término de sus largas miserias: Aprovecharon las revueltas de la Revolución Francesa para destruir los documentos que los señalaban como cagots; pero ese final no llegó totalmente y , donde los escritos desaparecieron, la tradición quedó y designaba a tal o cual familia como "cagot".

    La civilización, de la que nuestra época se vanagloria, no lució parejamente en los sitios habitados por los descendientes de las razas malditas. Si en algunos se disiparon completamente los prejuicios que los castigaban, en otros sólo disminuyeron de intensidad. No hay más oiseliers, ni marrons, razas iguales a las de los cagots, por la aversión de que eran objeto, pero infinitamente menos considerable y con anales bastante reducidos. Apenas se cuentan algunos chuetas en Palma y vaqueiros en Asturias. En cuanto a los agotes o cagots del lado meridional de los Pirineos, apenas se libraron ayer, y falta  bastante tiempo para que vuelvan a estar en gracia en la opinión del vulgo.
   
    Nunca como hoy pues, para escribir los anales de las razas malditas de Francia y España, que incluso no son nombradas en las mejores historias de estos dos países. Anteriormente, un libro como el nuestro no hubiera sido posible, en el futuro no lo sería más. Los documentos, se haga lo que se haga por conservarlos, se extravían o se pierden. Los viejos, esos cronistas vivos del pasado, se esfuman o se vuelven incapaces de responder a las preguntas que se les hagan y su memoria rehúsa devolver las canciones populares que ellos le confiaron: Apresurémonos a retrazar esta página curiosa de la historia, que , aún siendo ajena a la historia política, no merece menos nuestra atención.


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