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Memorias de la guerra peninsular (XXVII)

   Los enfermos, heridos y equipajes de los franceses salieron el 4 sobre un gran número de bestias de carga. Su ejército comenzó a retirarse el 5. El mariscal Ney, encargado de la retaguardia, se adelantó a Leyria y Muliano, con el fin de amenazar, con esta demostración ofensiva, los costados del ejército inglés y forzarlo a quedar inmóvil, mientras los otros cuerpos de los franceses tomaban la delantera.

   Los franceses llegaron el 10 a Pombal; su retaguardia contuvo a la vanguardia de los ingleses casi todo el día 11 ante este pueblo, lo abandonaron en la tarde y se retiraron al anochecer a una posición fuerte delante del desfiladero de Redinha en Adanços, pasaron el desfiladero ante la llegada de los ingleses, bajo la protección de su artillería que estaba colocada sobre las alturas vecinas y mantenía la vanguardia del enemigo a su alcance. La retaguardia francesa se formó en orden de batalla detrás del desfiladero de Redinha, retirándose luego hacia el cuerpo principal del ejército, que lo esperaba en la posición de Condeixa.

   La pericia de los franceses, según fuentes inglesas*(History of Europe Edimburg annual register, vol. 4 1811, p. 267) se mostró en cada momento. No dejaron escapar ninguna de las ventajas que les ofrecía el terreno. Su retaguardia nunca dejó una posición que debía defender, hasta que estuvo totalmente pasada y entonces tomaban otra y la defendían a su vez. Las columnas francesas se retiraban lentamente hacia un punto central en una posición previamente elegida, donde se reunían en masa para descansar, resistir a los enemigos, rechazarlos y reemprender la marcha. El mariscal Ney mantenía la retaguardia con soldados de élite, mientras que el mariscal Massena dirigía la retirada del grueso del ejército, siempre dispuesto a apoyar, en caso de necesidad, a la retaguardia. El talento de este gran capitán , según el periódico militar inglés *(Military Chronicle, t.2, p. 405) " nunca fue tan evidente, nadie puede igualar la habilidad que desplegó en ese entonces".

   El 15, los franceses tomaron posiciones en el Ceira, dejando una vanguardia en el poblado de Foz de Aronce, donde hubo un enfrentamiento asaz vivo, rompieron el puente sobre el Ceira y abandonaron sus posiciones el 17 para retirarse detras del Alva. El grueso del ejército inglés paró en el Alva para esperar provisiones y los franceses fueron seguidos hasta Guarda solo por tropas ligeras, por las milicias portuguesas y por los paisanos que les hostigaban sin descanso con gran animosidad, sin dar cuartel a los retrasados o heridos que caían en sus manos.

   La falta de provisiones forzaba a los franceses a apresurar su marcha. Al abandonar Portugal, como cuando habían entrado, los franceses no encontraban nada excepto pueblos desiertos y moradas vacías, donde no había provisiones. Exasperados por las fatigas y las privaciones, los soldados se entregaron a todo tipo de excesos, incendiando villas e incluso ciudades. En sus ávidas búsquedas profanaron iglesias, despojándolas de sus ornamentos, violaron tumbas, dispersaron reliquias, vengándose, en las cenizas de los muertos, de los vivos que no podían alcanzar. Los franceses permanecieron en Guarda hasta el 28, dejaron ese pueblo ante el acercamiento de los ingleses, para tomar las fuertes posiciones de Ruivinha, defendieron el vado de Rapoula de Coa, los dias 3 y 4, con ventaja y recruzaron la frontera portuguesa dejando una pequeña guarnición en Almeida.
 
   El sistema de defensa que había reducido al ejército del general Massena a la necesidad de abandonar Portugal luego de haberlo invadido, era el mismo que aquel de los españoles: Toda nación que tenga patriotismo puede emplearlo con idéntico éxito.

   Consiste en evitar batallas campales, forzando a un gran ejército a dividirse, para combatir luego en particular aquellas partes del mismo que estén paralizadas por la falta de unión. O, si permanece reunido en algún sitio, extenuarlo privándolo de todo medio de conseguir víveres y municiones, lo cual será más fácil mientras mayor sea el número de soldados del ejército invasor y más grande la distancia al centro de aprovisionamiento, distancia incrementada por su propio éxito en el proceso de invasión.

   En los grandes estados militares del centro de Europa, donde las naciones poco se interesaban en las disputas de sus gobiernos, una batalla ganada o una simple ocupación de un país les daban a los franceses víveres en abundancia, munición, caballos, armas, e incluso soldados. Uno podría decir de su ejército lo que decía Virgilio de la fama: "vires acquirit eundo". Su fuerza se incrementaba avanzando.

   En España y Portugal, por el contrario, las fuerzas de los franceses disminuían a medida que avanzaban, por la necesidad de destacar numerosos cuerpos para oponerse a la población del pais, para procurar subsistencias y para guardar las largas vías de comunicación. Y su ejército se hallaba pronto reducido, aún después de vencer, a la situación del león de la fábula que se desgarró con sus propias uñas, esforzándose vanamente en destruir las moscas que lo acosaban y atormentaban sin cesar.

   Europa no debe olvidar que España sostuvo prácticamente sola, durante más de cinco años, el peso del inmenso poder de Napoleón. Vencedor en Italia, en el Danubio, el Elba y el Nimega, había sometido o ligado a su fortuna una gran parte de Europa. Había reunido bajo sus banderas a los vencidos con los vencedores, había hecho de sus enemigos aliados en armas. Los italianos, los polacos, los suizos,los holandeses, los sajones, los bávaros y todos los belicosos pueblos de la confederación del Rin, confundidos en las filas francesas, émulos de su gloria, se complacían en probar en los combates que tenían, como los franceses, desprecio por los peligros y la muerte.

   Las grandes potencias del Norte y Oriente de Europa, que conservaban, aún a pesar de sus reveses, suficientes fuerzas como para luchar, quedaron paralizadas por el prestigio del poder de Napoleón. El distribuía en Europa los reinos a sus compañeros de armas, tal como lo hacía con los gobiernos en Francia con sus devotos y el nombre y autoridad de rey no era considerada en más que un grado militar en sus ejércitos.

   Luego de que las primeras hostilidades comenzaran en España, en 1808, los ejércitos franceses invadieron Portugal sin dificultad: Ocuparon Madrid , el centro de España, y habían tomado con estratagemas diversas fortalezas. Las tropas de élite españolas estaban retenidas con las fuerzas francesas en Alemania y Portugal: aquellas que permanecieron en España no podían distinguir entonces entre la autoridad de los franceses y los deseos de los reyes Carlos IV o Fernando VII.

   Reteniendo estos soberanos cautivos en Francia, y dándole a España a su hermano como rey, el emperador Napoleón esperaba confrontar a un pueblo débil y sin energía que, viéndose privado de sus dirigentes, preferiría el gobierno de un extranjero a la plaga de una guerra en el seno mismo de su país. Europa creyó, como el mismo Napoleón, que los españoles iban a ser dominados sin que hubiese lucha alguna.

   Luego de cinco años de duración de la guerra, los franceses habían ganado en España diez batallas campales, conquistado casi todas las plazas fuertes y no habían podido obtener la sumisión durable de una sola provincia. España había quedado reducida a Cádiz, como también Portugal quedó reducido a Lisboa. Si los franceses se hubiesen apoderado de esas ciudades la suerte de la península tampoco estaría decidida. Mientras los ejércitos franceses estaban a las puertas de Lisboa y de Cádiz, partisanos españoles hacían incursiones hasta las puertas mismas de Toulouse, en el corazón de Francia.
 
Los españoles estaban animados por un único sentimiento: El amor a su independencia y el odio a los extranjeros que querían humillar su orgullo nacional e imponerles un gobierno. No eran ni ejércitos ni fortalezas lo que había que conquistar en España, sino ese único y común sentimiento que invadía a la gente. Era lo más profundo del alma de cada uno, lo que había que conquistar, un lugar al que ni las balas ni las bayonetas podían llegar.

   Luego de que estas memorias fuesen escritas se vió a los moscovitas, e incluso a los prusianos, dar, en el Norte de Europa, pruebas de una devoción a la patria semejante en muchos aspectos a aquella de los españoles. Rusia, Prusia, y España se liberaron rápidamente de sus enemigos comunes. Estos acontecimientos, que cambiaron la faz de Europa, demostraron tan claramente como la noble y larga resistencia del pueblo español, que la fuerza de los estados no consiste tanto en el número y fortaleza de sus ejércitos regulares como en ese sentimiento religioso, patriótico o político que puede ser suficientemente fuerte como para interesar a todos los individuos de una nación en la causa pública como si fuese la suya propia.

FIN DE LAS MEMORIAS.

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