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Memorias de la guerra peninsular (XXIII)

Cuando estaba a un cuarto de legua de la villa, mi caballo apenas podía seguir. El húsar que me acompañaba salió al galope para dar noticia al puesto que estaba en la cima del monte. Me las arreglé para dar algunos pasos solo, aunque apenas era capaz de ver, o escuchar las armas de los paisanos que cortaban leña en el bosque y que estaban disparándome desde lejos. Fuí al final socorrido por unos soldados que me llevaron a mi alojamiento cubriéndome con mi caballo.

Mis huéspedes españoles vinieron ante mi y no quisieron permitir que se me condujera al hospital militar , donde reinaba una fiebre epidémica. Probablemente allí hubiera encontrado la muerte como curación. Habían tenido hacia mí una cortesía fría y reservada hasta ese día, me consideraban como un enemigo de su país. Por respeto a su sentimiento de patriotismo, yo mismo había estado poco comunicativo con ellos. Cuando fuí herido, mostraron el más vivo interés por mi y me trataron con esa generosidad y caridad que distingue al carácter español. Me dijeron que ahora que no podía hacer ningún mal a su país, me consideraban como de su familia y, sin cansarse ni un momento, durante cincuenta días tuvieron conmigo todos los cuidados posibles.


El 4 de Mayo, los insurgentes vinieron para atacar Ronda al despuntar el día, con fuerzas superiores a las acostumbradas hasta entonces. Las balas pasaban cerca de la ventana al lado de la cual estaba mi cama, de tal manera que fué preciso retirar la cama a la habitación vecina. Mis hospedadores pronto vinieron a informarme , tratando de conservar un aire calmado, que los montañeses habían llegado al borde de nuestra calle, que estaban ganándonos terreno y que la zona vieja estaba a punto de ser tomada por asalto. Añadieron que habían tomado precauciones para salvaguardarme del furor de los montañeses hasta la llegada del general Lerrano Valdenebro, que era su pariente y escondieron con rapidez mis armas, ropaje y todo lo que pudiera atraer la atención de los enemigos. Me llevaron rápidamente, con la ayuda de sus criados, a lo alto de la casa detrás de una pequeña capilla dedicada a la virgen Maria, considerando ese lugar sagrado como un refugio inviolable. Corrieron a buscar dos curas que se colocaron en la puerta de la calle para defender la entrada y protegerme, en caso de necesidad, con su presencia.

Una mujer de edad, madre de mi hospedadora, quedó sola conmigo y se puso a orar, tornando más o menos rápidamente las cuentas de su rosario según los gritos de los combatientes y los ruidos de las armas de fuego mostraban que el peligro se acercaba o se alejaba. Hacia mediodía, la descarga de fusilería se alejó y luego dejó de oirse. El enemigo fué rechazado en todos los puntos y mis compañeros vinieron, bajándose del caballo, a contarme el combate.

El segundo de húsares recibió, unos días después, la orden de ir a Santa María. Fué reemplazado por el 43º regimiento de linea y sólo quedé yo de mi regimiento en Ronda. No conocía ninguno de los oficiales de la nueva guarnición y no recibi otras visitas de los franceses desde entonces que la de un ayudante sub-oficial de infantería, que venía de vez en cuando a informarse con mis hospedadores si yo estaba muerto o en estado de irme. Estaba impaciente por ocupar mi alojamiento.

Mis anfitriones redoblaron sus atenciones hacia mi, luego de la salida de mis compañeros: Pasaban varias horas al día conmigo en mi habitación y , cuando comencé a restablecerme, reunían cada tarde a algunos de sus vecinos que venían a hablar y hacer algún pequeño concierto cerca de mi lecho para distraer mis dolores, cantando algunos aires nacionales y acompañándose de la guitarra.

La madre de mi hospedadora me había tomado gran amistad, luego del día en que había puesto tanto fervor por mi seguridad durante el asalto del pueblo. Su segunda hija era religiosa en un convento para mujeres nobles, esta mujer hacía preguntar por mi estado de vez en cuando y me enviaba pequeñas cestas de hilas perfumadas y recubiertas con hojas de rosas.

Las religiosas de los diversos conventos de Ronda redoblaron ayunos y austeridades desde nuestra entrada en Andalucía. Pasaban gran parte de las noches rogando por el éxito de la causa española y los dias preparando los medicamentos que enviaban a los heridos franceses. Esta mezcla de patriotismo y caridad cristiana no era rara en absoluto en España.

El 18 de Junio, me levanté por primera vez de mi lecho de convaleciente. Hube de realizar el triste aprendizaje de caminar con muletas. Había perdido totalmente la movilidad de una de mis piernas. Fuí a visitar a mi caballo, que había sido herido conmigo, se había recuperado bastante bien, pero no me reconoció en un principio, lo que me mostró lo mucho que había cambiado. El 22 dejé Ronda en un carruaje de municiones que iba a Osuna para buscar cartuchos con una fuerte escolta. Me separé de mis hospedadores con la misma pena que se experimenta cuando uno deja por primera vez a sus padres. Ellos también estaban tristes por mi partida. Se habían aficionado a mi por la misma bondad con la que me habían colmado.

Fui de Osuna a Écija y de Écija a Córdoba. Partidas de paisanos, en grupos de 200 a 300 hombres, recorrían el pais en todos los sentidos. Se retiraban, en cuanto eran perseguidas a las montañas que separaban Andalucía de La Mancha y de Extremadura, o en las de la costa. Estas tropas de partisanos, llamadas guerrillas, mantenían un estado de fermentación constante en el país, además de que aseguraban las comunicaciones entre Cádiz y el interior de España. Se hacía creer a la gente que el Marqués de La Romana había derrotado a los franceses en Trujillo, o que los ingleses, en una salida de Gibraltar, habían derrotado completamente a los franceses cerca de la costa. Estos reportes, aunque inverosímiles, eran propagados con pericia, de tal manera que siempre eran redifundidos y transportados. La esperanza era así renovada continuamente, excitaba insurrecciones parciales en varias partes y las noticias de imaginarias victorias, difundidas en momentos clave, producían sucesos reales.

A cierta distancia de Córdoba había una banda de ladrones conocida de antiguo. Esta banda no renunciaba a seguir desvalijando a los paisanos españoles, pero , con el fin de cumplir con la obligación que todo ciudadano contrae al nacer, de verter su sangre por la patria invadida por los enemigos extranjeros, hacían también la guerra a los franceses,atacando sus destacamentos, aunque no hubiese ninguna esperanza de obtener botín.

Al dejar Andalucía, crucé La Mancha. Me veía obligado a parar varios días en cada estación para esperar el retorno de los escoltas de los convois de munición que se llevaban regularmente al sitio de Cádiz. Algunas veces, incomodado por quedarme mucho tiempo en una mala morada, me arriesgaba a ir solo de una estación a otra. Los comandantes de los puestos de correos sólo podían dar escoltas para los servicios indispensables del ejército, porque a menudo perdían varios soldados para acompañar a un solo correo durante el espacio de unas leguas.

El rey José no tenía medio alguno de recaudar sus impuestos. En vano enviaba columnas móviles para recorrer el país. Los habitantes se refugiaban en las montañas o bien se defendían en sus moradas. Los soldados saqueaban las poblaciones pero los impuestos no se recaudaban. Individuos pacíficos a veces pagaban por todo el resto, pero eran luego severamente castigados por los jefes de las guerrillas por no haber huido también, a la llegada de los franceses. Los habitantes de La Mancha, como los de otras provincias vecinas, estaban desbordados por todos estos tipos de violencias y el número de nuestros enemigos aumentaba de día en día. Castilla la Nueva, que atravesé también en mi viaje, no estaba mas tranquila que la provincia de La Mancha. Partisanos españoles habían estado a punto de hacer prisionero al rey José en una de sus casas de campo, cerca de Madrid y a menudo prendían franceses a las puertas e incluso en las calles del mismo Madrid.

Estuve cerca de un mes en Madrid, pendiente del momento de partir. Era fácil llegar allí cuando se venía de Bayona , porque se viajaba con la escolta de numerosos destacamentos que se enviaban a reforzar los ejércitos. Pero hacía falta estar lisiado para ser autorizado a regresar a Francia. Las consejerías de salud habían recibido órdenes estrictas y sólo concedían vacaciones a aquellos oficiales heridos que no tenían ninguna esperanza de curación. Fuí uno de aquellos enviados a Francia en esas condiciones. Me sentí muy feliz de dejar, por alto que fuera el precio, una guerra injusta y sin gloria donde los sentimientos de mi alma me reprobaban continuamente el dolor que mi brazo fué forzado a infligir.

Dejé Madrid con una numerosa caravana de oficiales reorganizados, que iba a Francia con una escolta de setenta y cinco soldados solamente. Nosotros formamos un pelotón de oficiales mandados por el hombre que había sido herido primero, con el fin de morir armados si se nos atacaba, porque no nos encontrábamos en situación de podernos defender, ya que muchos fueron atados a la silla para poderse sostener en los caballos.

Teníamos en nuestro convoy dos locos. El primero era un oficial de húsares que había perdido la razón a consecuencia de las graves heridas que había recibido en la cabeza. Iba a pie , porque se le había quitado su caballo y sus armas, temiendo que pudiera escaparse o cometer alguna locura. No se había olvidado de la dignidad de su grado ni del nombre de su regimiento, a pesar de su locura. A veces descubría su cabeza a nuestras miradas, mostrándonos sus heridas, que pretendía haber recibido en combates imaginarios que nos contaba sin cesar. Un día, nuestro convoy fué atacado durante la marcha y engañó la vigilancia de los hombres que lo custodiaban, reencontrándose con su antigua intrepidez para abatirse sobre los enemigos con una simple vara, que el llamaba el cetro mágico del rey de Marruecos, su predecesor.

El segundo de nuestros locos era un viejo músico flamenco de la infantería ligera,a cuyo cerebro el calor del vino de España le había dado una alegría imperturbable para el resto de sus días. Había cambiado su clarinete por un violín con el que recordaba las fiestas de su pueblo. Marchaba por medio de nuestro triste convoy, bailando y tocando a la vez sin cansarse nunca.

No se podía ver ningún viajero solitario en el largo y silencioso camino que recorríamos: Solamente podíamos ver, cada dos o tres días, los convois de munición, o alguna escolta que se alojaba con nosotros bajo los restos de casas abandonadas, cuyas puertas y ventanas habían sido quitadas para suministrar leña al ejército francés. En lugar de los grupos de niños y ociosos que en tiempos de paz acudían a recibir a los extranjeros a la entrada de los pueblos, se veían pequeños puestos de franceses que salían de detrás de las empalizadas y barricadas gritándonos que parásemos, para reconocernos. Algunas veces, en los pueblos desiertos aparecía de pronto un centinela colocado en una vieja torre como un búho solitario en medio de las ruinas.

A medida que nos aproximábamos a Francia corríamos más peligro de ser capturados por los partisanos. En algunas estaciones adonde llegábamos, nos encontrábamos destacamentos venidos de diferentes partes de la península, que se nos reunían para marchar con nosotros. Batallones y regimientos enteros, reducidos a unos pocos hombres, llevaban de vuelta sus siglas y banderas para ir a reclutar en Italia, Suiza, Alemania o Polonia. Nuestro convoy salió de España a finales de Julio, veinte días después de que Ciudad Rodrigo, plaza fuerte de la provincia de Salamanca, hubiese caído en poder de los franceses.

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Mapa de situación:

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