El general en jefe de los montañeses no había podido llegar a Ronda hasta seis horas después de nuestra partida. Había intentado establecer una especie de orden en la villa, con la ayuda de lo que él llamaba tropas regulares. No pudiendo hacerlo, usó de la siguiente estratagema: Hizo que el pregonero de la villa proclamase que los franceses volvían. Los montañeses de inmediato se reunieron y los habitantes tuvieron tiempo de poner barricadas en sus casas.
La persona que poseía la mayor influencia sobre estas hordas indisciplinadas era un hombre con el nombre de "Cura", era nativo de Valencia, donde había sido profesor de matemáticas. Habiendo matado un hombre en un arranque de celos, fué forzado a salir de su región y refugiarse entre los contrabandistas de la montaña para huir de la justicia. Había hecho correr rumores de que era un hombre de alta alcurnia, pero que por razones de estado tenía que permanecer de incógnito. Los montañeses le motejaban "el desconocido del gran gorro", porque acostumbraba a vestir un gorro del país de gran tamaño, para atraer la atención. Esta especie de vida misteriosa le había proporcionado gran influencia sobre el espíritu de esta gente. Este "desconocido del gran gorro" estuvo recolectando fuertes contribuciones de las diversas villas de las montañas con la excusa de comprar armas y municiones. Intentó huir con el dinero que le fué confiado, pero fué preso y castigado.
El general Peremont vino con su brigada a Ronda con la intención de hacer una expedición justo al centro de las altas montañas , pero fué obligado a volver a Málaga sin poder intentar cosa alguna. Supo que esta ciudad había sido atacada por otras tropas insurgentes en su ausencia y los húsares de nuestro regimiento quedaron de nuevo haciendo guardia en Ronda con doscientos bravos soldados de la infantería polaca que nos fueron asignados en reemplazo de la guardia del rey José, que estaba anteriormente con nosotros.
La villa de Ronda está situada sobre una roca inaccesible por el Norte solamente, pero de acceso fácil. Está separada de las montañas que la dominan al Sur y Oeste por un valle regado y cultivado. El Guadairo desciende de la más alta de esas montañas y atraviesa Ronda. Uno diría que un terremoto hizo una grieta enorme en la roca donde el pueblo se encuentra, para crear el tenebroso lecho de este río.
La parte vieja está en la orilla izquierda, comunica con la parte nueva de la orilla opuesta por un soberbio puente de piedra de un solo arco. Balconadas de hierro se proyectan más allá de los muros a ambos lados y uno siente una especie de vértigo cuando de repente, a través de simples barrotes de hierro, ve el río, que discurre a 276 pies más abajo, como un simple hilo de agua blanca saliendo de un pequeño golfo, que el ímpetu del torrente debió haber formado hace ya muchos años. Una suerte de húmeda niebla sale siempre desde lo profundo de ese abismo y el ojo humano apenas puede percibir, a esa gran distancia, a los hombres y burros que continuamente suben y bajan por un tortuoso camino, llevando sus cargas a los diferentes molinos construidos al pie de la inmensa terraza rocosa que soporta al pueblo.
Desde las alturas de esas rocas frecuentemente veíamos, durante estos tiempos de guerra y dificultades, a los jardineros del valle dejar sus pacíficos trabajos para unirse a los montañeses cuando nos venían a atacar, a veces también veíamos como ocultaban sus armas cuando los franceses se acercaban.
La parte de Ronda que llaman pueblo viejo está construida enteramente al modo morisco, con estrechas y zigzagueantes calles. Pero el pueblo nuevo es, por el contrario, de construcción regular, las plazas son grandes y las calles anchas y bien alineadas. Hicimos fácilmente que la villa estuviese bien defendida contra ataques sorpresivos haciendo varias obras y reparando un viejo castillo que nuestros soldados de a pie podían defender bien. Nuestros húsares se encargaron principalmente de defender la villa nueva, se tiraron algunos muros y se allanaron algunas irregularidades del terreno en frente de esa parte del pueblo,a fin de rechazar al enemigo con cargas de caballería en caso de necesidad.
Los montañeses habían acampado en las colinas vecinas y vigilaban día y noche lo que se hacía en el pueblo. Cuando nuestras trompetas tocaban a despertar, al alba, no tardábamos en escuchar las cornetas de los pastores despertar a los montañeses de las cumbres de las montañas vecinas. Pasaban los días enteros inquietando nuestros puestos avanzados en uno u otro punto, pero tan pronto como íbamos a ellos, se retiraban para volver poco después a hostigarnos en otro lugar.
Siempre que los serranos se preparaban a atacarnos daban grandes gritos para animarse a combatir y hacían fuego sobre nosotros mucho antes de que sus proyectiles pudieran darnos alcance. Los que de entre ellos estaban más alejados creían , oyendo estos gritos y descargas, que sus compañeros tenían ventaja a la vanguardia y se apresuraban a tomar parte en la acción, con el fin de compartir el honor del éxito, que ellos creían fácil. Los de vanguardia hacían miles de bravatas, pero una vez que reconocían su error no podían retroceder. Los dejábamos acercarse hasta el pequeño terreno plano alrededor de la parte nueva de la ciudad, para poder cargar sobre ellos y sablearlos, pero se retiraban siempre que habían perdido algunos de los suyos.
El pasatiempo más común entre los trabajadores de Ronda era sentarse detrás de las rocas en los olivares al final de los suburbios y disparar sobre nuestros principales mientras fumaban sus cigarros. Salían en la mañana del pueblo con sus instrumentos de trabajo, como si fuesen a trabajar a los campos, sacaban sus fusiles de donde los habían escondido fuera en sus granjas o entre las rocas, volviendo por la tarde, sin armas, para dormir en la ciudad, entre nosotros. Sucedía a veces que nuestros húsares reconocían a los dueños de las casas donde se alojaban entre los combatientes enemigos. Sin embargo no podíamos hacer investigaciones rigurosas, porque si hubiésemos de ejecutar a rajatabla el decreto del mariscal Soult contra los insurgentes, tendríamos que castigar prácticamente a todo el pueblo con la pena de muerte. Los montañeses colgaban a sus prisioneros franceses o los quemaban vivos y nuestros soldados, a su vez, muy raramente daban cuartel a los españoles que capturaban armados.
Las mujeres, los viejos, incluso los niños, estaban contra nosotros y servían de espías a los enemigos. Una vez vi a un niño de 8 años jugueteando entre las piernas de nuestros caballos. Se ofreció como guía y condujo una pequeña partida de húsares directamente a una emboscada. Cuando llegó al lugar corrió súbitamente a las rocas, lanzando su gorra al aire y gritando con todas sus fuerzas: "Larga vida a nuestro rey Fernando VII!" y el fuego comenzó en ese instante.
Los montañeses suplían con la fuerza y perseverancia de su carácter indómito, todo lo que les faltaba de disciplina militar. Si bien no eran oponentes para nosotros en terrenos llanos y fallaban en todos los ataques que requerían combinación de esfuerzos, eran en cambio combatientes admirables entre las rocas y detrás de los muros de sus casas y en todo sitio donde no pudiéramos hacer uso de la caballería. No pudimos reducir jamás a los habitantes de un pueblo de 50 o 60 casas llamado Montejaque, a media legua de Ronda.
Los habitantes de los pueblos y villas de las montañas que creían que iban a ser visitados por los franceses, enviaban a sus mayores, mujeres y niños a alturas inaccesibles escondiendo sus más preciadas posesiones en cuevas. Sólo los hombres permanecían en los lugares, para defenderlos o hacer incursiones a las zonas llanas para llevarse el ganado de los españoles que rehusaban declararse nuestros enemigos.
La pequeña villa de Grazalema era el almacén de armas de los montañeses. El mariscal Soult hizo marchar contra esa villa una columna de 3000 hombres. Los contrabandistas se defendieron de casa en casa y no abandonaron la plaza hasta quedarse sin municiones. Escaparon a las montañas, luego de hacernos perder un número considerable de soldados. Pero en el momento en que el ejército dejó el pueblo, tomaron posesión de él otra vez.
Una división de tres regimientos de infantería de línea, enviada un mes después para dispersar de nuevo el ejército insurgente, rechazó fácilmente a los montañeses de todo punto en la región, pero no pudo ganar Grazalema. Los contrabandistas estaban atrincherados en la plaza que estaba en el centro de la población, habían puesto colchones en las ventanas de las casas, donde se habían encerrado. Doce húsares del décimo regimiento y cuarenta voltigeurs, que eran la vanguardia de la división francesa, llegaron a esta plaza sin encontrar resistencia, pero nunca retornaron, todos fueron alcanzados por el fuego cruzado que les hicieron desde las ventanas. Los que sucesivamente se enviaron a ese lugar corrieron la misma suerte sin ser capaces de hacer ningún mal al enemigo. Las expediciones que los franceses hacían frecuentemente hacia las altas montañas casi siempre dispersaban al enemigo sin someterlo y casi siempre regresaban luego de tener grandes pérdidas.
En las montañas, los serranos desbarataban, por su modo de combatir, los esfuerzos de nuestras tropas, aunque fueran superiores en número. Se retiraban ante nuestro avance, de roca en roca sin cesar de disparar ni de incomodarnos. A medida que huían destruían columnas enteras de nuestros soldados, sin darnos oportunidad de tomar revancha. Esta manera de pelear les había valido el apelativo de "moscas de montaña", aún entre los propios españoles, aludiendo a la manera que tienen estos obstinados insectos de atormentar a los animales sin darles un instante de descanso.
Los destacamentos que salían de Ronda en las necesarias expediciones de reconocimiento estaban rodeados, desde el momento de su partida al de su vuelta, de una nube de francotiradores. Cada convoy de provisiones que se traía de fuera nos costaba la vida de varios hombres muertos en emboscadas. Se podría decir, en lenguaje bíblico, que comíamos nuestra propia carne y bebíamos nuestra propia sangre en esta penosa guerra, como pena por la injusticia de la causa por la que estábamos luchando.
Las montañas de Granada y Murcia no eran más pacíficas que las de Ronda y los franceses, atacados en cada punto de comunicación por la población entera, se encontraron en una situación parecida a la de nuestro regimiento en todas las zonas montañosas de la península. Así era el descanso que gozábamos luego de haber conquistado España desde la frontera francesa hasta las puertas de Cádiz. El asedio de esta ciudad era el único hecho militar digno de atención.
Cuando nuestros caballos hubieron consumido el forraje de todas las granjas vecinas a Ronda , nos vimos obligados a extender nuestras excursiones y a enviar partidas de 30 a 40 húsares a varias leguas del pueblo tres o cuatro veces a la semana a buscarlo. La debilidad de la guarnición no permitía enviar destacamentos de infantería para proteger a nuestra caballería, como muchas veces pensábamos que sería necesario. Nuestros jinetes no siempre eran suficientes para responder a los enemigos e intentábamos burlar su vigilancia, fuera tomando cada día caminos diferentes o bien dando largos rodeos para evitar los desfiladeros peligrosos. A menudo tuvimos que entrar en la villa haciéndonos camino a través de los insurgentes que la la rodeaban sin cesar.
La fortuna me había sido muy favorable durante un mes. Salía con éxito de las empresas asignadas fuera de la villa y los días en que comandaba la guardia principal, ninguno de nuestros soldados salía herido. Los húsares, que en buena medida creían en la fatalidad, comenzaron a creer que yo era invulnerable. Sin embargo fuí herido de gravedad el día 1 de Mayo, pero me dijeron, para consolarme, que la fortuna se había equivocado conmigo, que no debía considerarme menos afortunado porque, el ayudante-mayor se había equivocado al enviarnos a esa misión, puesto que había marchado en el lugar que le correspondía a uno de mis camaradas que tenía una estrella funesta.
El primero de Mayo, yo estaba con un destacamento de 45 húsares comandados por un capitán. Íbamos en busca de paja tronzada a cuatro leguas de Ronda, a unas granjas pertenecientes a la villa de Setenil, nos acompañaban cerca de cien paisanos y muleros del pueblo para conducir las mulas y los asnos. Habíamos salido a las cinco de la mañana y el capitán y yo marchábamos a la cabeza del destacamento; nos decíamos el uno al otro , al pasar por un desfiladero a media legua del pueblo, que el enemigo era bastante torpe por no haber puesto una emboscada en ese lugar antes que nosotros pasáramos, con la cual podría hacernos bastante daño sin correr ningún riesgo ellos mismos. Subiendo una empinada colina, vi el primero una nube de polvo y de cuatrocientos a quinientos hombres que avanzaban en el valle hacia la villa de Ariate. Le dije al capitán que había visto al enemigo, reconocible por su manera desordenada y precipitada de marchar.
El oficial de intendencia aseguraba que los hombres que había visto en la campiña, eran unos muleros que regresaban a Osuna y que habían venido la víspera, bajo la escolta de doscientos hombres de infantería para llevar a Ronda cartuchos y alimentos. Insistí en que aquellos que yo había visto eran enemigos y añadí que si fuera el jefe del destacamento, iría directamente a ellos para atacarles mientras estaban en el valle porque, si fuésemos rechazados, teníamos la retirada asegurada, además de que, si seguíamos nuestra marcha, estaríamos expuestos a ser atacados a nuestra vuelta en algún desfiladero desfavorable para nuestra caballería. El capitán no fué de mi opinión, continuamos nuestro camino y pronto llegamos al pueblo de Setenil.
La lentitud y la mala voluntad de los muleros españoles que nos acompañaban para cargar las mulas, nos hicieron entrar en sospechas. Sospechas que aumentaron cuando, al prepararnos a volver a Ronda, vimos un paisano a caballo en una colina lejana, vigilando nuestra marcha y partir luego al galope , como para advertir a los enemigos.
Cuando terminamos de cargar las mulas reemprendimos la marcha por el camino que habíamos venido. Hicimos pasar el convoy de mulas delante nuestro, entre una vanguardia de doce húsares y el grueso del destacamento, al frente del cual estábamos el capitán y yo. Llegados a dos tiros de fusil del desfiladero que más temíamos, vi un paisano en un olivo cortando las ramas a golpe de hacha. Me adelanté al destacamento al galope para preguntar al paisano si había visto a los serranos. Luego supe que el era uno de ellos y que cortaba esas ramas para obstruirnos el paso. Me respondió , afectando trabajar con más ahínco, que la labor que estaba haciendo no le permitía poner atención a lo que pasaba alrededor de él. El capitán también había preguntado a un niño de cinco a seis años, el cual le había respondido en voz baja , como si temiera ser escuchado, con palabras entrecortadas y confusas, a las cuales pusimos poca atención, porque pronto vimos nuestra vanguardia y la delantera del convoy de mulas salir del otro lado del desfiladero y remontar la colina opuesta: teníamos que pasar por un sendero estrecho y resbaladizo por donde había que ir en fila de a uno y que además era de cuatrocientos a quinientos pasos de largo y bordeado de espesos setos de jardín. El capitán con el que marchaba me dijo, como había hecho a la mañana, que éramos afortunados de que los enemigos no hubiesen colocado una emboscada en ese desfiladero. Apenas había dicho estas palabras cuando cuatro o cinco disparos de fusil salieron de detrás de los setos y derribaron a las tres últimas mulas del convoy y al caballo del trompeta, que iba delante de nosotros. Nuestros caballos se pararon de repente.
El capitán debía pasar el primero, pero el caballo que montaba había pertenecido a un oficial muerto días antes en una ocasión igual y el animal vacilaba. Viendo esto espoleé a mi caballo y adelanté al capitán, salvé el del trompeta, así como las mulas abatidas con sus cargas y atravesé solo el desfiladero. Los serranos que estaban escondidos detrás de los setos, creyeron que era seguido de cerca por el destacamento e hicieron sus disparos hacia mi con precipitación a medida que pasaba. Sólo fuí alcanzado por dos balas: Una me atravesó el muslo y la otra el cuerpo.
El capitán me seguía a cierta distancia y llegó sano y salvo al otro lado del desfiladero. No se perdieron más que los cuatro últimos húsares del destacamento, porque los enemigos precisaron de algunos minutos para recargar sus fusiles y abrir fuego una segunda vez. El oficial de intendencia que marchaba a retaguardia del destacamento, perdió su caballo y se hizo el muerto. Deslizándose luego entre los arbustos pudo llegar a Ronda a media noche sin haber tenido ni una herida.
Cuando hubimos reunido y formado nuestro destacamento al otro lado del desfiladero, le dije al capitán que sentía mis fuerzas agotarse y que iba a regresar a Ronda por un atajo, bastante escarpado pero más corto. Él me aconsejó permanecer con el destacamento, que iba a hacer un rodeo de media legua, por el lado de la planicie donde el enemigo no estaba, para no exponerse inútilmente a un segundo ataque. Yo sentía que no podría soportar una marcha tan larga y me metí por el atajo escarpado ayudado por un húsar que conducía mi caballo por las riendas. Como perdía mucha sangre me vi obligado a reunir fuerzas para no desvanecerme. Si hubiera caído del caballo, probablemente habría sido apuñalado. Me cogía con las manos al pomo de mi silla y hacía denodados esfuerzos para hacer avanzar a mi caballo espoleándolo con la única pierna que podía usar. El pobre animal no podía mantener un paso más vivo, tropezaba a cada paso: Había sido atravesado de parte a parte por una bala.
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