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Memorias de la guerra peninsular (XXI)

Al retornar a mi alojamiento no encontré a ninguno de mis "políticos", habían huido. Mi hospedador se había ocultado, su mujer, consternada, había intentado conciliar al húsar durante mi ausencia: al principio sólo le dió agua para beber, pero luego le trajo un vino excelente. Él, que no sospechaba que el miedo producía esas atenciones, estaba bastante sorprendido de estos inesperados favores, incluso empezó a envanecerse pues lo vi enderezar sus infames mostachos con más que ordinaria satisfacción.

La mujer de mi hospedador cogió mi sable apenas lo posé y lo llevó a la mejor habitación de la casa, como si fuese a tomar posesión de ella en mi nombre. Luego me vino a suplicar, temblando, que no guardase rencor contra su marido. Me dijo que , aunque no me había recibido bien en principio, era un hombre de pro y de buen corazón. Le dije que su marido podía volver, que no le haría ningún mal, a condición de que me diera información oportuna de cuanto pudiese saber concerniente a los proyectos del enemigo o de la gente del pueblo. Añadí sin embargo, para asustarlo, que si fallase lo haría colgar y me fuí a dormir.

Me levanté al día siguiente al salir el sol y cuando abrí la puerta de mi habitación me encontré con mi hospedador, que me esperaba para hacer las paces conmigo. Antes de decir nada me ofreció una taza de chocolate y bizcochos. La acepté con aire muy digno y le dije que ajustaría mi conducta con él, a su comportamiento. Me respondió, haciendo una gran reverencia, que él y toda la mansión estaban a mi disposición.

Ese día, 15 de Marzo, supimos que los montañeses habían entrado en Ronda una hora después de nuestra partida y que se preparaban para atacarnos en Campillos.

El 16, nuestro coronel envió un destacamento de 100 húsares y 44 soldados para reconocer el campo enemigo. Fuí con la expedición, comenzamos a marchar dos horas después del amanecer y encontramos a los montañeses a cuatro leguas de Campillos. Habían pasado la noche en un vivac en la pendiente de una montaña cerca de Canete la Real. Paramos a dos tiros de fusil de ellos para examinar sus posiciones y asegurarnos de su número, que estimamos en 4.000 y, cuando terminamos nuestro examen, volvimos tranquilamente por donde habíamos venido.

Los serranos nos vieron volver grupas y pensaron que estábamos asustados de ellos. Empezaron a gritar, descendiendo de la montaña todos, sin orden, nos siguieron durante una hora por lugares difíciles y escarpados. El terreno se volvió luego favorable para la caballería, su ardor remitió y se reagruparon en las alturas, sin osar arriesgarse en terreno llano. Enviaron algunos paisanos a disparar sobre nuestros escaramuzadores de retaguardia que habían vuelto cara mientras la infantería y el cuerpo principal del destacamento atravesaba un puente de madera sobre un torrente que corría al pie de una montaña pelada, en cuya cima la villa de Teba estaba ubicada, como un nido de águilas.

Las mujeres del lugar, vestidas al modo del país con ropas azul claro y rojo, se sentaban sobre sus talones en las rocas altas, para ver, desde un lugar cercano y seguro, la batalla que esperaban que tuviera lugar en breve. Nuestra retaguardia pronto organizó sus fusileros y comenzó a pasar el puente. Las mujeres se levantaron todas a la vez y cantaron un himno a la virgen María. A esta señal el fuego comenzó y los españoles,ocultos por un flanco de la montaña hicieron llover sobre nosotros gran cantidad de balas de todo tipo. Continuamos pasando el puente con tranquilidad bajo el fuego enemigo sin responder. Vimos a las mujeres descender de las rocas quitarles de las manos los fusiles a algunos de sus maridos y ponerse delante de ellos para forzarlos a avanzar y perseguirnos más allá del puente.

Nuestro pelotón de retaguardia, sintiéndose presionado muy de cerca, se volvió para encarar al enemigo y los húsares de la primera línea hicieron un nutrido fuego contra los montañeses más cercanos, matando a dos, lo que aminoró la impetuosidad de los enemigos e hizo que las mujeres volvieran precipitadamente a la parte alta de la montaña. Alrededor de un ciento de insurgentes nos siguieron a corta distancia hasta una legua de la villa de Campillos.

El día siguiente, 17, un destacamento de cincuenta húsares enviado en reconocimiento, encontró a los serranos acampados al otro lado del puente de madera bajo la villa de Teba. Los húsares avanzaron hasta muy cerca del puente y regresaron sin disparar un tiro. Los paisanos nos volvieron a perseguir como el día anterior, esta vez hasta nuestros puestos de avanzada. Nuestra intención era atraerlos a la explanada enfrente de Campillos y sablearlos allí. Los insurgentes estaban armados, en su mayor parte, sólo con fusiles de caza, tenían siempre ventaja en las montañas, donde no podríamos perseguirlos por los roquedos, pero en el llano, su modo desordenado de combatir no les permitiría sostener el choque de una carga de caballería, aunque fuese inferior en número.

A las diez de la mañana vi a mi anfitrión llegar con gran agitación, una sonrisa se veía en sus labios mientras intentaba vanamente llorar y se frotaba los ojos. Me dijo que todo estaba perdido para nosotros.que nuestra guardia fue rechazada, que 1.500 montañeses descendían con furia al llano para rodearnos, además de que los habitantes rebeldes nos atacarían dentro de la villa y me estrechó en sus brazos como si tuviera piedad por la suerte que me esperaba.

Los disparos de fusil, los gritos confusos y los sonidos de trompetas y tambores se escucharon en efecto al instante, la gente corría de todas partes a las armas, uno de nuestros puestos, ubicado no lejos de donde yo me alojaba, había sido forzado a retirarse a la entrada de la villa hacía pocos instantes. Monté de inmediato a caballo y reuní a mi destacamento. El coronel apareció en ese instante y me ordenó ir y ayudar a los guardas en retirada. Hicimos varias cargas en el llano, que tuvieron éxito. Cuarenta de nuestros húsares hicieron pedazos a cien montañeros, aquellos que estaban en las alturas vecinas huyeron con la mayor consternación. Nos retiramos entonces y el llano que había reflejado el eco de los disparos de una nube de fusileros, quedó en silencio y cubierto de los enemigos que habían sido masacrados.

Mientras estábamos a caballo repeliendo al enemigo, los habitantes, persuadidos que íbamos a ser aniquilados, masacraron en las calles a aquellos de nuestros soldados que demoraron en llegar al lugar indicado para reunirnos en caso de alarma. Nuestros húsares, al entrar en la villa, sablearon a cualquier paisano que encontraban armado. Fue difícil evitar el pillaje. Desde ese momento, los montañeros no aparecieron más por el llano. Marcharon, el resto del día y parte de la noche, sin parar y reganaron sus altas montañas en las cercanías de Ronda.

El 19, el general Peremont vino de Málaga para reunirse con nosotros en Campillos con tres batallones de infantería, un regimiento de lanceros del Vistula y dos piezas de cañón. Recibimos munición que necesitábamos, y el 20 a las 6 de la mañana , salimos todos para apoderarnos de Ronda una vez más. Nos salimos un poco del trayecto para recaudar contribuciones de los habitantes de Teba, en castigo por haber tomado las armas contra nosotros tres días antes, luego de haberse sometido al rey José.

El coronel dejó nuestro regimento al pie de la montaña en cuya cima se encontraba Teba y fue a la villa con solamente 50 húsares. Los habitantes, avisados de nuestra llegada y de la contribución que veníamos a recaudar, habían huido a los roquedos con sus posesiones más preciadas. Ropas abandonadas por doquier indicaban lo precipitado de su escape.

El coronel ordenó forzar las puertas de algunas casas alrededor de la plaza, para comprobar si había algún habitante en ellas que estuviese escondido. No se encontró más que un pobre viejo que, lejos de estar amedrentado, hizo exclamaciones de júbilo cuando vió a los húsares entrando en su casa. Deseando aprovecharse de su buena voluntad hacia ellos, lo llevaron afuera para obtener información, pero pronto descubrieron que estaba loco y que probablemente era ese infortunio el que provocó que sus parientes o amigos no lo llevaran consigo a las montañas.

Pasamos casi dos horas en el pueblo sin encontrar una sola persona que pudiésemos enviar a los habitantes huidos para tranquilizarlos y asegurarles que no se les haría daño a ninguno de ellos, sino que serían perdonados en cuanto pagasen la contribución en nombre del rey José. No queríamos hacer enemigos irreconciliables de ellos ni llevarlos a la desesperación con castigos rigurosos, no obstante era importante mostrarles que la revuelta no quedaría impune.

Se empleó la siguiente estratagema para sacarlos de sus escondites: Los húsares quemaron paja mojada en las chimeneas de algunas casas. Este fuego produjo una espesa humareda, que ,esparcida por el viento por las montañas, persuadió a los habitantes que íbamos a quemar su pueblo. Enviaron una diputación y pronto vimos llegar al alcalde, seguido de cuatro de los aldeanos más ricos. Llevaba un abrigo rojo y un hábito con galones. Sin duda iba revestido con todas las marcas de su dignidad por creer que, yendo hacia los franceses, iba a la muerte por salvar a su pueblo. El alcalde prometió que los habitantes pagarían la contribución pedida. Nos lo llevamos como rehén por dos días y regresó a casa luego.

Esa misma noche dormimos en una pequeña villa a cuatro leguas de Campillos. El 21 partimos al salir el sol para ir a Ronda, donde entramos sin resistencia. Los montañeses habían abandonado el pueblo precipitadamente a nuestra llegada, abandonando sus fusiles y capas en las calles para ganar más rápidamente las montañas por sendas perdidas. Los húsares de nuestra guardia avanzada sablearon a los fugitivos retrasados que encontraron.

Fuimos recibidos como liberadores por algunos de los habitantes de Ronda. Los montañeses habían erigido, en nuestra ausencia, una horca en la plaza principal para castigar a aquellos habitantes que habían favorecido a los franceses. Si hubiésemos llegado un día más tarde varios habitantes hubieran sido ejecutados, con lo cual algunas animosidades personales hubieran sido satisfechas bajo la capa de justicia pública. Un magistrado iba a ser ahorcado porque no se había dejado corromper en un asunto de contrabando años atrás. Además, un pobre sastre había sido tirado desde lo alto a las rocas y despedazado, porque había servido de intérprete a nuestros soldados.

El mismo día que dejamos Ronda, los montañeses entraron al amanecer, gritando con alegría y disparando exultantes sus armas en las calles. Todo un pueblo llegó al unísono, marchando sin orden, detrás iban sus mujeres, que , como ya dije antes, no se diferenciaban de los hombres más que en las vestimentas, su elevada estatura y sus rudas maneras.

Pretendían que sus maridos habían conquistado Ronda a los franceses y que todo lo que había en el pueblo, les pertenecía. Se decían las unas a las otras, con un aire orgulloso ante las puertas de las mejores casas: "tomo esta mansión para mi, me haré señora y vendré a habitarla en unos días, con mis cabras y mi familia". Por lo pronto cargaron en sus asnos todo lo que encontraron en las casas. Esas "señoras", no dejaron de saquear hasta que sus pobres asnos estaban a punto de derrumbarse bajo el peso de su botín.

Algunos contrabandistas robaron los caballos y equipaje de un teniente inglés, que, aunque era parte de su expedición, no pudo hacer castigar a los culpables. Las prisiones fueron abiertas y los insurgentes y criminales que contenían, salieron rápidamente a vengarse de sus jueces y acusadores. Los deudores forzaron a sus acreedores a darles recibos de pago y todos los documentos públicos fueron quemados, para eliminar las pruebas de las deudas que tenían los montañeses con los habitantes del pueblo.

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Mapa de situación:

Ver De Olvera a Ronda y Campillos en un mapa más grande

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