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Memorias de la guerra peninsular (XX)

La villa de Ronda está situada en el medio de altas montañas que la separan de Gibraltar y que forman la Serranía de Ronda. Sus cimas están desnudas de todo tipo de vegetación y sus flancos están cubiertos de roca laminar que parecía haber sido ennegrecida y calcinada por siglos de exposición al sol. Sólo al fondo de los valles y en las riberas de los ríos se pueden ver prados y bosques. Más cerca del mar crecen viñedos, casi sin cuidados, de los que vienen los vinos más renombrados de España.

Acostumbrados a luchar sin cesar contra las dificultades de una naturaleza salvaje, los habitantes de estas montañas son sobrios, perseverantes e indomables. La religión es su único vinculo social y casi el único freno que los contiene . El viejo gobierno de España jamás los pudo sujetar a la estricta observancia de las leyes durante la paz , ni a servir en el ejército durante la guerra, porque desertan siempre que son llevados lejos de su tierra.

Los habitantes de cada villa eligen sus alcaldes por dos años, pero esos magistrados raramente hacen uso de sus facultades, por temor de hacerse enemigos y exponerse a las venganzas, que son siempre implacables. Si la justicia del rey quisiese usar la fuerza para hacer cesar una querella, vería de inmediato a los querellantes volverse contra sus jueces. Pero si un espectador comenzase una plegaria, raro sería que los combatientes no renunciasen a su furia para unirse a ella. En las más violentas disputas, la llegada del santo sacramento siempre restablece el buen orden.

Me dijeron que ninguna gran fiesta se da en Sierra Morena donde no haya dos o tres personas apuñaladas. Los celos en los hombres generan un furor que sólo la vista de la sangre puede apaciguar. El golpe mortal es casi siempre el que sigue a la mirada de odio.

Estos montañeros se dedican casi todos al contrabando. Se reunen a veces en grandes grupos de diversas villas bajo el mando del más famoso de sus jefes para bajar a las llanuras donde se dispersan para vender sus mercancías. Resisten así a las tropas enviadas en su captura. Estos contrabandistas siempre fueron conocidos por su localización y por la habilidad con la que saben engañar la vigilancia de los numerosos empleados de aduanas de la corona. Recorren las montañas dia y noche, conocen las cavernas más ocultas, los desfiladeros y los más pequeños senderos y pasos.

Mientras los hombres se ocupan en este género de guerra de contrabando, sus mujeres permanecen en casa en las montañas y no temen ocuparse de los trabajos mas penosos. Transoportan con facilidad grandes cargas, vanagloriándose de su superioridad de fuerzas, adquiridas por el hábito. Se las ha visto luchar entre ellas asi como desafiarse a ver quien levanta las piedras más pesadas. Cuando bajan a Ronda, se las reconoce fácilmente por su talla gigantesca, sus robustos miembros y por sus miradas, a la vez asombradas y desafiantes. Cuando vienen al pueblo gustan de vestir con las más finas ropas y velos que consiguen con el contrabando y que forman un curioso contraste con su tez oscurecida por el sol y sus rudos modales.

Los belicosos habitantes de esas montañas habían todos tomado las armas contra los franceses y cuando el rey José vino con su guarda a Ronda, aproximadamente hacía tres semanas, trató en vano , primero por persuasión, luego por la fuerza, someterlos a su autoridad.

El rey José permaneció pocos dias en Ronda. Dejó 250 húsares de nuestro regimiento y 300 de su propia guardia, para la guarnición de la plaza. Además,al dejarla, habia dado a nuestro coronel el título de gobernador civil y militar y los poderes más amplios sobre las provincias circunvecinas. La autoridad absoluta adjunta a ese pomposo título, que equivalía al de capitán general, se entendía que abarcaba a 20 leguas a la redonda. Pero los contrabandistas de la sierra mantenían ese poder en los estrechos límites de los muros de Ronda, donde ni siquiera podíamos dormir tranquilos por la desconfianza que teníamos de los habitantes.

A la noche vimos una multitud de fuegos alumbrando sucesivamente sobre las montañas vecinas. La ilusión producida por la oscuridad hacía cercanos los fuegos más alejados y pareciera que estuviéramos rodeados de un circulo de fuego. El enemigo se había apostado alrededor del pueblo para atacarnos al día siguiente.

Durante cerca de media hora escuchamos el sonido de un cuerno de cabra repetido varias veces y que parecía venir de un olivar debajo de nosotros, en un pequeño valle fuera del viejo pueblo. Estábamos haciendo miles de chanzas sobre estos informes sonidos sin adivinar cuál podría ser su objeto, hasta que un húsar vino al galope a decir al coronel que un mensajero de los enemigos demandaba ser recibido. El coronel dió órdenes de hacerle entrar y el brigadier lo trajo prontamente con una venda sobre los ojos. El mensajero nos dijo que venía a proponermos que nos rindiésemos. Que el general de los montañeros ocupaba, con 15.000 hombres, todas las posibles rutas de escape, que pocos días antes había capturado un convoy de 50.000 cartuchos destinado a nosotros y que sabía que no podíamos sostener la plaza porque no habíamos recibido suministro de munición. Esto era cierto, los soldados de la guarnición no habían recibido más que tres cartuchos cada uno, los húsares no podían usar los sables en los roquedos y sus caballos eran más frecuentemente un estorbo que algo de utilidad.

El coronel respondió al mensajero que primero nos sentáramos a la mesa y me hizo seña de llevar a nuestro invitado al cuarto donde nuestra comida estaba preparada, diciéndome que lo atendiera. El mensajero era un hombre joven de buen aspecto. Llevaba un sombrero redondo a la andaluza y una chaqueta corta de paño marrón bordeada de una cinta azul cielo. su única marca distintiva era una bufanda al estilo del país con sus extremos entreverados de hilos de plata. En vez de sable llevaba una larga espada recta como los antiguos.

Al principio pareció sorprendido por verse vestido de forma modesta entre un conjunto de oficiales cubiertos de bordados y cuando todos a la vez pusimos mano en nuestros sables para sacarlos antes de sentarnos a la mesa, pareció inquietarse al desconocer la causa de nuestro súbito movimiento. Sospeché que creyó que lo íbamos a matar como represalia, porque los habitantes de una villa cercana habían matado, algunos dias atrás, un regidor del pueblo de Ronda que habíamos enviado a negociar.

Pronto restauré su confianza invitándolo a sacar la espada y sentarse con nosotros. Luego de algunos momentos de silencio, le pregunté si llevaba mucho tiempo sirviendo a Fernando VII. Respondió que sólo llevaba un año y que entró como teniente de los húsares de Cantabria. "Aunque somos enemigos", le dije, " somos camaradas por partida doble, por rango y por servir en el mismo cuerpo de ejército". Se sintió muy halagado de haber sido considerado como un oficial de tropas regulares. Le pregunté algunas cosas sobre los jefes del ejército insurgente, respondió exaltando los méritos del general González y diciendo que era un hombre de raras facultades para el arte de la guerra y conocimientos muy profundos en táctica. No habíamos escuchado nunca hablar de dicho general, pero pronto averiguamos que era un sargento de tropas regulares al que los insurgentes habían elevado al rango de brigadier general, para hacernos creer que tenían un ejército organizado. En definitiva, a fuerza de encarecernos extravagantemente todo lo relativo a su bando, nos mostró, por lo que dejó de decir, la única cosa que nos era de alguna utilidad, cual era que los montañeros no habían recibido refuerzos de las tropas inglesas de Gibraltar. Si ello hubiera ocurrido, nuestra situación hubiera sido verdaderamente peligrosa.

El oficial español no olvidó en principio la sobriedad característica de sus nacionales, pero cuando bebimos a su salud, el nos correspondió y luego se picó al beber en igualdad con nosotros: Éramos camaradas en medio de la comida y nos tratábamos de hermanos al postre, nos juramos amistad eterna y entre otras señales de afecto nos prometimos batirnos en combate singular la primera vez que nos reencontráramos.

Cuando terminamos de comer, el coronel envió al mensajero español de vuelta, sin darle una respuesta a sus demandas. Fuí encargado de vigilarlo hasta el puesto de avanzada enemigo. Le dije que se pusiera la venda sobre los ojos por si mismo. Un húsar a su derecha llevaba su caballo por la brida , yo iba a su izquierda, y fuimos por la ruta a Gibraltar por la que él había venido. Pasando nuestra guardia se nos reunió el trompeta de parlamentar y un viejo carabinero real que le servía de ordenanza. Era el único carabinero que tenía el ejército insurgente y lo habían enviado con el mensajero para hacerle honor, a causa de su uniforme nuevo. Me sorprendió escucharle preguntar a su oficial, en tono autoritario, por qué lo había hecho esperar tanto.

El trompeta era un joven pastor que habían vestido con una casaca verde, la cual contrastaba con sus sandalias, su gorro y el resto de sus rústicas vestiduras. Lo habían aleccionado antes de enviarlo. Cuando los húsares le preguntaron que había hecho con su trompeta, les respondió que la acababa de perder. En realidad había tirado la modesta cuerna de pastor que había tocado, por temor de que la vista de un instrumento tan poco militar destruyera la imagen que esperaba que produjese su simulación. El pastor no podía hacer que su caballo se pusiese en marcha delante de nosotros, porque coceaba y paraba a cada rato. Le dije en español que se pusiese en marcha, pero me respondió en tono triste que era la primera vez que montaba y que le habían dado una bestia maldita que no quería avanzar. El carabinero que iba algo atrás nuestro se aproximó al pastor le dijo rudamente que callase y le quitó de su pasmo tirando del caballo por la brida.

Cuando llegamos al primer puesto español al final del arrabal del pueblo, le dije adiós al mensajero y retorné para informar de mi misión al coronel. Mantuvimos un consejo de guerra y se convino en que debíamos abandonar el lugar y esperar aprovisionamiento de municiones en Campillo, pueblo situado a siete leguas de Ronda al salir de la zona montañosa, en una planicie donde nuestra caballería nos daría necesariamente ventaja sobre los montañeses, cualquiera fuese su número. Teníamos poca confianza en los 300 guardias del Rey José, porque en su mayoría eran desertores españoles.

El coronel ordenó a la guarnición prepararse para marchar en una hora, sin repique de tambores ni llamadas de trompeta, para que el enemigo no supiese de nuestra partida. Advertí rápidamente a los sargentos que estaban bajo mi comando y fuimos casa por casa despertando a los soldados que habíamos traído. Habían confiado en poder descansar un tiempo en Ronda de las fatigas de las jornadas anteriores, de manera que cuando fuimos a despertarlos a medianoche, estaban profundamente dormidos y, como no habían escuchado la trompeta como era costumbre, no querían creernos. Algunos hasta nos tomaron por visiones a semejanza de su teniente y sargentos que les venían a atormentar, aún en sueños, con órdenes de marchar. Hizo falta golpearlos con cierta rudeza para probarles que éramos reales.

Marchamos por espacio de dos horas en el más profundo silencio, alumbrados por las fogatas hechas con madera de olivo que los montañeros habían encendido en las pendientes de los montes vecinos. Cuando vino el dia, paramos un cuarto de hora en una pequeña planicie donde podíamos hacer uso del sable, para ver si los enemigos no vendrían tras nosotros, pero se habían alejado a nuestra llegada y reganaron las alturas de las montañas sin osar combatir. Los paisanos de los pueblos cercanos al camino nos disparaban de cuando en cuando desde diversas distancias. Las mujeres se ponían en las rocas para vernos pasar debajo de ellas y regocijarse con nuestra retirada. Cantaban cantos patrióticos, en los que se deseaba la destrucción de todos los franceses, del gran duque de Berg y de Napoleón. El fondo de la canción era el cacarear de un gallo, que es considerado el emblema de Francia.

Llegamos al fin a Campillos y percibimos rápidamente que las noticias de nuestras pérdidas en Olbera y nuestra retirada de Ronda nos habían precedido. Cuando entré en mi alojamiento fuí recibido hoscamente por mi hospedador, mi sirviente había preguntado por una habitación para mi y éste le mostró un mal agujero negro y húmedo que daba a la corte. No habíamos podido hacer reparto de víveres a la llegada y el alcalde había publicado una orden para que los habitantes dieran alimentos a los soldados alojados con ellos. El húsar que me servía de ordenanza le pidió por signos al dueño que le diera algo de comer: Lo vi traer, con aire burlón, una mesita pequeña con algo de pan y unos dientes de ajo. Le dijo a su mujer: " Esto es suficientemente bueno para estos perros franceses, no hay necesidad de tener contemplaciones con ellos ahora, han sido derrotados, huyen y pido a Dios y a su santa madre que ninguno siga vivo en dos días". Hice como que no entendía estas maldiciones, para que no supiesen que sabía castellano.

Salí y volví una hora después a mi alojamiento, encontrándome con cinco paisanos del pueblo sentados en círculo y fumando cigarros. Era en la casa donde me alojaba, donde se vendía tabaco, donde habitualmente se reunían en las tardes. Mi húsar estaba sentado a cierta distancia de ellos, se levantó cuando entraba y me ofreció su silla. La acepté y me aproximé al fuego. Al principio los españoles hicieron silencio, pero uno de ellos me preguntó si estaba cansado, para saber si los entendía y habiendo yo puesto cara de no entenderlo el remató: "Habéis hecho buen uso de vuestras espuelas estos dos últimos días". No respondí, haciéndoles creer que no sabía ni un poco de castellano y retomaron su conversación.

Hablaban con mucho entusiasmo de los bravos montañeros que nos habían sacado de Ronda. Narraban los más nimios detalles de una supuesta mortífera batalla de doce horas que había tenido lugar el dia anterior en las calles de ese pueblo. Se decían unos a otros que habíamos perdido al menos seiscientos hombres, pero nosotros no teníamos más que quinientos cincuenta . Decían que el general de los montañeses nos vendría a atacar en dos días a más tardar, que los habitantes del pueblo tomarían las armas y que aniquilarían a esos condenados herejes franceses que eran peores que los moros, porque ni creían en Dios ni en la Virgen, San Antonio o Santiago de Galicia, además de que no tenían escrúpulo de alojarse en las iglesias con sus caballos. Se decían mil otras invectivas parecidas, con las cuales excitaban su imaginación. Terminaron diciendo que un español valía por tres franceses y uno de ellos dijo que mataría media docena con sus propias manos.

Me levanté y les dije dos veces: "poco a poco". Quedaron petrificados al descubrir que había entendido toda su conversación. Los dejé irse y le dije al coronel cuanto había escuchado. Inmediatamente ordenó al alcalde quitar las armas a los habitantes del pueblo. Entregaron las armas inútiles y conservaron las que servían, como suele ocurrir en estos casos.

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Mapa de situación:

Ver De Olvera a Ronda y Campillos en un mapa más grande

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