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Memorias de la guerra peninsular (XIX)

Cruzamos el medio del pequeño pueblo juntos, todos los habitantes que nos encontramos saludaban a mi guía con respeto, pero me miraban a mi con un aire amenazante. Cuando se acercaban lo suficiente como para hacerme temer una sorpresa el cura los hacía retroceder con una simple mirada o gesto de su ceja. Tal es la autoridad que el carácter de sagrado, con el que estaba investido, le daba.

Llegamos rápidamente a su casa y fuimos recibidos por el ama de llaves. Era una mujer alta de 35 a 40 años de edad. Primero nos obsequió con chocolate y bizcochos y nos sirvió luego nuestra cena en una mesa cercana a la chimenea de la cocina. Envié algunos comestibles a mis camaradas y me senté a la mesa. El cura se colocó en el lado opuesto de la mesa con la gobernanta sentada a su derecha, casi bajo la chimenea, que era bastante alta. Luego de un momento de silencio, el cura me preguntó si no iba a misa el día siguiente, antes de partir. Le respondí que yo no era católico. Ante mis palabras sus rasgos se contrajeron y la gobernanta, que jamás había visto un hereje, se revolvió en su silla, hizo una exclamación involuntaria y suspirando profundamente dijo rápidamente varios avemarias entre dientes y observó la expresión del cura como si esperara saber que impresión debía recibir de la terrible aparición de un hereje. La descripción popular y las pinturas eclesiásticas en el país presentan a los herejes lanzando llamas por la boca. La gobernanta se recuperó de su agitación cuando vió al cura retomar tranquilamente la conversación.

Luego de la cena, el cura me invitó a dormir en su casa, diciéndome que suponía que yo estaría cansado y que me proporcionaría un lecho tan bueno o mejor que el del vivac. Viendo que dudaba en mi respuesta, añadió que sería bueno esperar a que la multitud de fuera se dispersara. Por lo cual debería esperar algunas horas de todas formas. Empecé a temer que me quisiera mantener en su casa para entregarme a los habitantes. Fuí informado luego, que esa era realmente su intención y que era el líder de la insurrección. Tiempo después, ciertos motivos me incitaron a sospechar que realmente su intención era retenerme en su casa para salvarme del destino que tenían prefijado los habitantes a nuestro destacamento entero.

Como tenía en su mano traicionarme si quisiera, tuve buen cuidado de no mostrarme contrariado. Le dije que aceptaba su oferta, creyéndome en absoluta seguridad debido a su sagrada palabra y que iría a dormir. Pero le dije también que por favor me llamara dentro de dos horas como máximo porque si mis camaradas no me veían retornar antes de medianoche, vendrían desde su cuartel y arrasarían el pueblo. El cura me llevó a la sala contigua y me acosté en una cama, cosa que raramente podíamos hacer en España, y al darme las buenas noches se llevó la lámpara.

La oscuridad excesiva no contribuía a hacerme ver la parte positiva de la situación en que me encontraba. Me reproché el haber dejado mi sable, que consideraba un compañero fiel que podía inspirarme un buen consejo. Escuchaba los murmullos de los habitantes del pueblo pasando y repasando frente a las ventanas. El cura abría mi puerta de tiempo en tiempo adelantando su cabeza canosa y su lámpara a través, para ver si yo estaba dormido. Aparenté estar dormido y se retiró suavemente.

Algunos hombres entraron en la habitación contigua, al principio hablaron con calma, luego confusamente y todos a la vez. Entonces callaron de repente, como si temieran despertarme y que pudiera escuchar lo que decían. Comenzaron otra vez a hablar en voz baja , pero con gran vehemencia. Pasé cerca de dos horas en esa incierta y bizarra situación, reflexionando sobre el partido que debería tomar. Determiné al fin llamar al cura y el vino inmediatamente. Le dije que deseaba reunirme con mi destacamento de inmediato, dejó su lámpara y se fué sin contestarme, sin duda para consultar con los españoles que estaban en su casa lo que habría de hacerse conmigo.

Justo en ese momento experimenté un vivo placer al ver entrar en mi habitación al sargento que hablaba español acompañado del corregidor. Me dijo que mis compañeros estaban muy inquietos por mi suerte y que los habían enviado para saber lo que me pasaba. Que los habitantes del pueblo hablaban de mi como si fuese su prisionero, que nos atacarían al día siguiente y que ninguno de nosotros escaparía. Me vestí rápidamente y llamé al cura otra vez para tener su palabra, diciéndole que mis camaradas amenazaban con tomar las armas si no volvía de inmediato al cuartel. Felizmente para mi , los preparativos para la insurrección en el pueblo no estaban completados. El cura no osó retenerme más tiempo y llamó al alcalde y al corregidor con unos pocos hombres poniéndonos en el medio de ellos y conduciéndonos, a través de la multitud, a nuestro campamento.

El sargento que me habían enviado mis camaradas era un Normando, de tan buen temple como su sable. Bajo su apariencia de bonhomía tenía toda la astucia que se atribuye a sus compatriotas. Se había congraciado con los habitantes diciéndoles que era hijo de un oficial de las guardias valonas que había sido retenido en Francia con el rey Carlos IV, que había sido obligado a servir con nosotros y que buscaba desde hacía tiempo una ocasión para desertar. Los españoles de las montañas eran a veces astutos y a veces crédulos como salvajes. Creyeron al sargento, lo compadecieron, le dieron dinero y le revelaron parte de sus proyectos. Por medio suyo fué que supimos que los habitantes de los pueblos vecinos se habrían de unir al día siguiente en número considerable para atacarnos en los peligrosos pasos del camino a Ronda. Este feliz descubrimiento nos salvó de la destrucción total.

El cura y el corregidor vinieron al campamento al día siguiente, justo en el momento en que íbamos a partir, querían un informe que probara a cualquier tropa francesa que pudiera pasar por Olbera que se habían comportado bien con nosotros. Esperaban que el aspecto amenazante de la gente del pueblo nos haría cumplir con sus deseos. Les respondimos que no podíamos darles semejante testimonio hasta que no retornasen las armas tomadas del caballo perteneciente al brigadier que se había encerrado conmigo en el ayuntamiento el día anterior. Las habíamos reclamado varias veces en vano.

El cura y el corregidor regresaron silenciosamente por el camino que llevaba a la parte alta del pueblo. Poco después de que se fueran oímos gritos de alarma. Los habitantes del pueblo habían matado 6 húsares y dos herreros que habían ido imprudentemente a la forja a herrar los caballos. Se escucharon de inmediato disparos. Montamos rápidamente y el cuerpo principal del destacamento siguió al ayudante mayor que nos comandaba a un lugar de concentración distante un tiro de fusil del pueblo. Yo permanecí en el campamento junto con 10 húsares, para cubrir la retirada y proteger el equipaje que todavía no habíamos podido cargar en las mulas, porque los muleros españoles habían huído en la noche.

Uno de mis camaradas volvió a decirme que nuestra retaguardia estaba a punto de ser rodeada y que los españoles mantenían un vivo fuego de fusil contra nosotros desde las rocas y desde las ventanas de las casas por el lado del pueblo que debíamos atravesar. No teniendo esperanza de recibir ayuda resolvimos abrirnos camino a través del enemigo. Mi caballo recibió un balazo en el cuello y cayó. Pude hacerlo ponerse en pie inmediatamente y alcanzamos al destacamento. Poco después mi camarada quedó con el brazo partido de un disparo. Vimos a casi todos los húsares a nuestro alrededor caer abatidos. Las mujeres, como fieras liberadas, se arrojaban con horribles chillidos sobre los heridos y se disputaban quién debería matarlos con las peores torturas; les sacaban los ojos con cuchillos y tijeras y parecían gozar ferozmente a la vista de su sangre. El exceso de su justa ira contra los invasores de su país, parecía haber desnaturalizado su comportamiento. Mientras tanto nuestro destacamento había permanecido inmóvil encarando al enemigo, para esperarnos. Los lugareños no osaron salir de sus escondites entre las rocas y dentro de las casas y nosotros no podíamos ir con nuestros caballos hacia ellos para vengar la muerte de nuestros compañeros. Pasamos lista ante ellos de los nuestros; pusimos a nuestros heridos en el centro de la tropa y lentamente comenzamos nuestra marcha.

No habiendo podido conseguir un guía tomamos el primer camino que nos alejaba del que sabíamos que esperaban que tomáramos los montañeros que nos esperaban emboscados, anduvimos sin rumbo fijo durante algún tiempo. Vimos entonces a un hombre sobre una mula escapar desde una granja. Lo perseguí y lo alcancé y colocándolo entre dos de los de vanguardia, le ordené, bajo amenaza de ser sableado, que nos guiara hasta Ronda. Sin ese campesino, que encontramos por azar, nunca hubiésemos encontrado nuestro camino en esas regiones desconocidas. Teníamos que luchar constantemente, no contra las dificultades militares previsibles que se encuentran en una guerra regular, sino contra los obstáculos sin número que proveniendo del espíritu nacional solamente, eran multiplicados infinitamente y reaparecían sin cesar a cada paso y de acuerdo a las circunstancias.

Apenas habíamos entrado en un largo valle, cuando vimos en las alturas a nuestra izquierda una tropa de 1000 a 1500 personas que observaban nuestra marcha. Distinguíamos entre ellos numerosas mujeres y niños. Eran los habitantes de Setenil y villas cercanas que, informados de que habíamos cambiado nuestra ruta para evitar su emboscada se habían movilizado en nuestra persecución. Estaban corriendo bastante rápido con la esperanza de cortarnos el camino en un paso que teníamos frente a nosotros.

Pusimos nuestros caballos al trote a fin de no dejarnos adelantar y pudimos pasar sin novedad el desfiladero. Poco tiempo después fuimos rodeados por una multitud de paisanos que se habían adelantado al grupo principal, con gran desorden, disparando hacia nuestros flancos. Nos siguieron por las rocas sin acercarse a menos de un tiro de fusil, por temor de que si cargásemos contra ellos, no tuvieran tiempo de refugiarse de nuevo en la montaña. Los curas y los alcaldes corrían a caballo sobre las alturas dirigiendo los movimientos de la multitud. Aquellos de nuestros heridos que tenían la mala fortuna de caer de sus caballos eran apuñalados tras nosotros. Sólo se salvó uno que tuvo la presencia de espíritu de pedir confesión antes de morir, y el cura de Setenil lo salvó del furor de sus enemigos.

Cuando alcanzamos un estrecho sendero que recorría el flanco de una escarpada montaña, paramos un tiempo para dar descanso a nuestros caballos, algunas rocas nos protegían del fuego de los enemigos que estaban arriba nuestro. Poco después vimos al fin a Ronda y , justo cuando estábamos celebrando estar a punto de terminar nuestra jornada, quedamos atónitos al comprobar que había más hombres emboscados en las espesuras cercanas a este pueblo y haciendo nutrido fuego contra nosotros. Estábamos bastante inquietos pensando que había sido abandonada por los franceses, pero pronto vimos, con gran alegría, un grupo de húsares de nuestro regimiento viniendo a recibirnos. Nos habían confundido a la distancia con enemigos y por eso nos disparaban.

Entramos al pueblo y paramos en la plaza principal. Ahí nuestros camaradas vinieron a abrazarnos y pedirnos noticias de Francia y del resto del mundo, de los cuales habían estado separados largo tiempo. Nos dispersamos en los diferentes alojamientos asignados a nosotros para reposar, al menos unos dias, de las largas fatigas que veníamos de soportar.

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Mapa relacionado:

Ver De Olvera a Ronda en un mapa más grande

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