Vi un corregidor,un alcalde, y dos sacerdotes acercándoseme, precedidos por 5 o 6 personas, a cuyo frente estaba un joven que , como descubrí posteriormente, era el "gracioso del pueblo". Me dijo en español con un aire de burla:"Seguro que las mujeres de Olbera lo recibirán bien, son muy aficionadas a los franceses" y muchas otras bromas en son de burla. Uno de sus compañeros me preguntó con fuerte voz cuantos franceses me seguían. Yo le dije que había unos 200. Me respondió con rudeza "Eso es falso, no hay ni cien contándole a usted. Los cinco hombres que acaban de llegar los vieron desde la granja en el camino de Moron". Claramente sabían quién era yo. Los sacerdotes y el corregidor acababan de acercarse y pensé, por sus portentosas caras, que venían a proponerme administrar la extrema unción. Entre el tumulto de voces escuché las siguientes palabras destacadas entre el resto: "debéis colgarlo, es un francés, el demonio en persona, el demonio reencarnado". El ruido cesó repentinamente, para gran sorpresa mia, y vi a los españoles dispersarse , el guía, el soldado y el húsar que había dejado atrás, habían aparecido en la altura opuesta, y aquellos que estaban apostados viendo en las rocas más altas, los habían tomado por la avanzada de nuestro destacamento, e inmediatamente, por voces y gestos le habían dado cuenta de ello a la multitud que me rodeaba.El corregidor y el alcalde cambiaron rápidamente de tono y actitud y me dijeron en voz baja que eran los magistrados del lugar y que me rendían respeto como consecuencia del decreto del rey José, que ordenaba que todas las autoridades constituidas en España debían salir y recibir a las tropas francesas y tratarlas bien. Con mi confianza incrementada con el civismo mostrado hacia mi por los magistrados y con el miedo que comenzaban a mostrar, les advertí, con alguna que otra amenaza, que mantuvieran en paz a la gente y que les ordenaran preparar abastecimientos para los soldados que venían.
Para disculpar de alguna manera lo que había pasado, el corregidor me imploró que no diera importancia a los gritos de algunos borrachos, que se divertían soliviantando a la gente. Cuando los interrogué con respecto a los cinco hombres armados que habían entrado en el pueblo unos momentos antes, uno de los sacerdotes, con una voz insinuante, me dijo irónicamente que eran cazadores de pájaros y que las bolsas que tenían sobre sus hombros estaban llenas de caza. Lo cual me vi obligado a tomar como excusa satisfactoria, aunque mala. Desmonté de mi caballo y caminé con los sacerdotes y regidores a la alcaldía, que estaba en una gran plaza central en lo alto de la villa y comenzamos a hacer cédulas para el alojamiento de los soldados.
El soldado que me seguia dejó el húsar con mi caballo a la entrada de la villa y galopó directamente a la casa donde yo estaba. Apenas puso pie a tierra cuando los españoles se agruparon desde las calles colindantes con terribles gritos. Esperaban un gran número de tropas, pero vieron a un solo hombre cabalgando a través de su villa, se recuperaron de su error, saliendo furiosamente de sus casas. Su rabia era tal que se apretujaron al pasar por una via entre arcadas que llevaba a la plaza central. Inmediatamente salí al balcón, llamando al soldado para que subiera, lo cual hizo, nos cerramos y nos atrincheramos en la casa del ayuntamiento. La gente paró un momento para apoderarse del caballo del soldado, sus pistolas y sus equipajes. Los primeros del tumulto alcanzaron entonces la escalera y llegaron a la puerta del cuarto donde nos acabábamos de encerrar con el corregidor y dos curas. Pidieron que nos rindiésemos desde el otro lado de la puerta.
Hice que el corregidor, que tenía en mi poder, les ordenara permanecer quietos y que nuestro destacamento vendría de un momento a otro, que venderíamos caras nuestras vidas y que si intentaban entrar su propio cura párroco sería la primera víctima de su furia. Temiendo que forzaran la puerta retrocedí hasta la estrecha entrada de una segunda cámara, agarrando al cura por un brazo para usarlo como escudo si fuese necesario. Saqué mi espada y le ordené al soldado hacer lo mismo y permanecer al fondo del cuarto, para evitar que el vicario y el corregidor me agarraran por los hombros. Los gritos de la gente se renovaron rápidamente y aquellos paisanos que estuvieron hablándonos, fueron empujados hacia atrás por una nueva aglomeración en la escalera y en la calle. La puerta fué sacudida violentamente varias veces y parecía a punto de ceder a los esfuerzos de los asaltantes. Le dije entonces al cura: "Perdóneme, reverendo padre, usted está viendo que no puedo resistir al populacho, me veo forzado por la necesidad a hacerlo partícipe de mi destino y seguramente moriremos juntos".
El vicario, atemorizado por el peligro del cura, así como aquel que él mismo corría, salió al balcón y dijo en voz alta a los habitantes que su cura jefe perecería infaliblemente si no se retiraban instantáneamente. Las mujeres dieron un grito al escuchar estas palabras y el grupo instantánea y unánimemente se retiró, tan profunda y real es la veneración de los españoles por sus curas.
El soldado y yo mantuvimos por algún tiempo más esa suerte de atrincheramiento. La plaza pronto cesó de reflejar los ecos de los clamores de la enfurecida multitud y las pisadas de los caballos de mis amigos, que estaban formándose en linea al extremo inferior de la villa, llegaron a mis oidos tan vividamente al mediodía como lo hubiesen hecho en medio del silencio de la medianoche.
Nos reunimos con el destacamento con el corregidor y el cura que manteníamos como salvaguarda.Les expliqué a mis camaradas lo que había pasado y les advertí que fueran, el mismo día, a Ronda, luego de alimentar los caballos. El ayudante mayor insistió, a pesar de todas mis prevenciones, en pasar la noche en Olbera, diciendo, en tono de reproche, que jamás se había visto que tropas de línea se dejaran condicionar por paisanos. Este ayudante había pasado varios años en Francia en los depósitos de regimientos y no había todavía tenido tiempo de conocer a los españoles.
Formamos un vivac en un prado rodeado de muros que pertenecía a un albergue en el camino al fondo del pueblo. Durante el resto del dia los habitantes estuvieron aparentemente tranquilos y nos proporcionaron los viveres, más en vez de darnos un ternero, como yo había pedido, nos proporcionaron un asno cortado en pedazos. Los húsares dijeron que su carne era desabrida. Pero no fué hasta tiempo después que supimos el bizarro engaño que sufrimos,por los montañeros, que, al tiempo que nos disparaban, nos gritaban "Os habéis comido el burro de Olbera". Esta era, según su opinión, la peor injuria que se podía hacer a un cristiano.
No osando atacarnos en el encierro donde permanecíamos, se prepararon para el momento de nuestra partida e hicieron decir por los pueblos y villas vecinas que nos pusieran emboscadas en el camino a Ronda el día siguiente. En la noche asumieron una actitud amenazante, se apostaron en gran número sobre los roquedos e hicieron una especie de apretado cerco alrededor de la entrada de nuestro lugar de alojamiento. Ahí permanecieron inmóviles vigilando nuestros movimientos. Algunas voces, prontamente reprimidas por los alcaldes, rompían el silencio, de tiempo en tiempo, para insultar a nuestros centinelas.
Se presentó el cura en nuestro vivac, avanzada la noche, requiriéndome para hablar. Me dijo que había hecho preparar excelentes alojamientos para los jefes de nuestra tropa, e insistió mucho en que convenciera a mis camaradas para aceptarlos. Su intención, como supimos después, era hacernos prisioneros esperando que los soldados serían presa del desorden el día siguiente, cuando se vieran sin sus oficiales.
Rechacé de inmediato la oferta. El clérigo me preguntó si tenía algún resentimiento por lo sucedido en la mañana y si desconfiábamos de las intenciones de los habitantes. Le respondí que no teníamos ni resentimiento ni desconfianza. Me rogó que fuera solo a su casa al menos, diciéndome que me trataría bien. Fui a consultar con mis camaradas oficiales y convinimos en que debería ir solo a la villa para mostrar a los habitantes que no teníamos ningún proyecto de venganza, evitando así que pensaran en atacarnos durante la noche por ese motivo. Mis camaradas esperaban que yo les hiciera llevar algunas provisiones a modo de cena. Volví donde el cura y le pedí su palabra sagrada de que no se me haría algún daño. La dió con prontitud, y para probarle cuán confiado iba en él, dejé mi espada con el vigilante y lo seguí desarmado.
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