La gente viaja comúnmente a caballo en España, mientras que el transporte de mercancías se hace, en muchas provincias, a lomo de mulas. Las hermosas carreteras que atraviesan España son bastante modernas, pero las calles que atraviesan los pueblos y villas son estrechas y tortuosas, además de que los pisos superiores de las casas invaden más la calle a medida que están más altos. Estas calles, de construcción morisca, no están hechas para el paso de carruajes. Los albergues de Andalucía y de España en general son como albergues para caravanas, donde uno encuentra solamente alojamiento para sí mismo y para los caballos y mulas, excepto aquellos hoteles fundados por italianos en las grandes ciudades. Los viajeros están obligados a llevar sus víveres consigo y a usar los cobertores de los caballos como mantas. Los nativos del país viajan en pequeñas caravanas, siempre que van por caminos poco frecuentados, y llevan consigo fusiles enfundados en el arzón por temor de ser asaltados por bandidos, que abundan en las montañas de Granada y en las costas meridionales entre Málaga y Cádiz. En algunas partes de España, la gente del pueblo, particularmente los jornaleros, duermen acostados sobre tapetes que arrollan y llevan consigo siempre. Esta costumbre oriental explica las palabras de Jesús nuestro señor al paralítico: "toma tu lecho y camina".
Las mujeres del pueblo se sientan al modo morisco, en esteras de junco circulares y , en los conventos de España donde las antiguas costumbres son transmitidas sin alteración, las monjas se sientan al modo turco, sin saber que derivan esa costumbre de los enemigos de la fe cristiana. La mantilla, una especie de velo lanoso comúnmente llevado por las mujeres de clase baja en Andalucía y que a veces oculta su rostro completamente, excepto sus ojos, parece haber tenido su origen en el largo manto en el cual las mujeres orientales se envuelven cuando salen de su casa. Las danzas españolas, particularmente los diferentes tipos de fandango, recuerdan a las lascivas danzas orientales. La costumbre de hacer sonar las castañetas en la danza y la de cantar seguidillas, todavía existe entre los árabes de Egipto tal como en España. Todavía ahora ,en Andalucía el viento abrasador que viene de Oriente se llama viento de Medina.
Los andaluces y los españoles en general, son sobrios como los orientales, aún en medio de la abundancia, por principios religiosos. Consideran la intemperancia como un abuso de los dones de Dios y mantienen un profundo desprecio por aquellos que se abandonan a ella. Acostumbran a comer todos los días puerco salado en sus comidas. Esta comida, malsana en paises cálidos, está prohibida por la ley santa de todos los paises orientales y es una abominación para la gente de esos paises. En el tiempo en que España fué conquistada por los cristianos a los moros, antes de la expulsión completa de los mismos, había en Andalucía un gran número de judíos y musulmanes, que se habían convertido, en apariencia solamente, para poder seguir en el país. Los españoles cristianos comían puerco entonces, para reconocerse entre ellos y era, por decirlo así, una suerte de profesión de fe.
Hay, aún en nuestros días, asombrosas analogías entre el modo de guerrear en muchas partes de España y aquel de las tribus que los franceses tuvieron que combatir en las riberas del Nilo, tal que , si sustituyésemos nombres españoles por nombres árabes, uno creería que estaba describiendo los acontecimientos de la guerra española.
Las tropas locales y nacionales o las levas masivas, combaten en desorden y con fuertes gritos. En un ataque en campaña rasa tienen esa impetuosidad, esa furia mezclada con desesperación y fanatismo que distingue a los árabes y , como ellos, desisten muy pronto , cediendo en la batalla justo en el momento en que podrían conseguir la victoria. Pero cuando combaten detrás de muros y trincheras su firmeza es inquebrantable. Los habitantes de Egipto huían a través de los desfiladeros de las montañas más allá del desierto. Los habitantes de España abandonaban sus moradas cuando se acercaban nuestras tropas llevando sus más preciadas posesiones a las montañas. En España como en Egipto, nuestros soldados no podían permanecer detrás de sus compañias sin ser asesinados. En breve, los habitantes del Sur de España tienen la misma perseverancia en el odio y la misma viveza de imaginación que distingue a las naciones orientales. Como ellas se desaniman fácilmente al menor rumor de derrota y se alzan en armas a la menor esperanza de éxito. Los españoles, como los árabes, frecuentemente trataban a sus prisioneros con los últimos extremos de ferocidad, al mismo tiempo que, a veces, ejercitaban hacia ellos, la más noble y generosa hospitalidad.
Luego de atravesar Andújar, Córdoba,Écija y Carmona, llegamos a Sevilla, donde recibimos del mariscal Soult , órdenes de unirnos a nuestro regimiento en Ronda, pueblo situado a diez leguas de Gibraltar. Nos asombramos en un principio de la profunda tranquilidad que reinaba en las planicies de Andalucía. La mayor parte de los grandes pueblos habían enviado diputaciones al Rey José. Pero esa tranquilidad no era más que en apariencia y sólo existía en aquellas partes donde había abundancia de tropas francesas. Los habitantes de los reinos de Murcia, de Granada, de la provincia de Ronda, con todos aquellos de las montañas que rodean o atraviesan Andalucía, así como aquellas que la separan de Extremadura y Portugal, se habían alzado en armas simultáneamente.
Abandonamos Sevilla el 18 de Marzo, pernoctamos en Utrera y el 19 nos dirigimos a Morón, una pequeña población al pie de las montañas de Ronda. Los habitantes de este pueblo estaban uniéndose a sus vecinos montañeses que habían estado largo tiempo en estado de insurrección general. La mayor parte de la población estaba reunida en la gran plaza de esa población a nuestra llegada, los hombres nos miraban con una expresión de furia contenida, y parecían vigilar nuestros más pequeños movimientos, no por satisfacer una simple curiosidad, sino para acostumbrarse a la vista de los enemigos que se proponían combatir en breve, para disipar así el terror a lo desconocido que agita fuertemente a las personas con viva imaginación. Algunas mujeres vestían con telas inglesas, sobre las cuales se habían pintado los retratos de Fernando VII y aquellos generales que más se habían distinguido luchando contra los franceses. Cuando apreciamos la fermentación y el espiritu de revuelta que existía en el pueblo, resolvimos tomar alojamiento en tres albergues vecinos entre si. Si nos hubíésemos alojado dispersos, para pasar la noche en las viviendas de los habitantes, como habíamos hecho con seguridad en las planicies, habríamos, probablemente, sido asesinados durante la noche.
No teníamos más que un pequeño número de hombres en disposición de poder luchar, porque teníamos que conducir cierto número de caballos de reemplazo y además escoltábamos la caja del regimiento y varios equipamientos que eran transportados sobre mulas requisadas, lo cual hacía nuestra marcha lenta y difícil. Un sargento y yo, éramos las únicas personas que habíamos estado antes en España y que podíamos hablar español. El sargento permanecía con el ayudante mayor que nos comandaba, para servirle de intérprete. Yo siempre precedía una hora al grueso de nuestra tropa para conseguir alojamiento y víveres en los lugares donde teníamos que hacer alto.
Al salir de Morón, entramos en las montañas de Ronda para seguir hasta pernoctar en Olbera. Yo había partido como otras veces un poco delante del destacamento, para hacer preparar los alojamientos. Estaba acompañado por un húsar y un joven brigadier que había sido reclutado provisionalmente para hacer funciones de explorador. Cuando estaba a dos leguas de Morón llamé a la puerta de una casa de labranza ubicada en la montaña. Un anciano tembloroso abrió la puerta y le pedí algo de beber, lo cual me dió con extraordinaria diligencia. Luego supe que había en la casa un grupo de cinco contrabandistas armados, temerosos de ser descubiertos.
La vanguardia estaba a punto de llegar y yo temía no tener tiempo de conseguir provisiones y alojamientos antes de su llegada. Teníamos que movernos lentamente porque el camino era dificil y empinado, además de que los caballos habían caminado continuamente por varios meses. Le di mi caballo al húsar y tomé el de un guía que habíamos conseguido en Morón. Partí antes que mis compañeros y llegué solo a la vista de Olbera. Un profundo valle, sin árboles, en el cual el camino descendía abruptamente, me separaba del pueblo, situado entre roquedos en la cumbre de un alto cerro que dominaba toda la región. A medida que avanzaba, los paisanos, que estaban trabajando en los campos vecinos en grupos de ocho a diez personas, de acuerdo a la costumbre del país, se miraban atónitos unos a otros preguntándose cual podía ser la causa de mi llegada y dejaron sus trabajos inmediatamente para seguirme por el sendero. Los habitantes del pueblo me habían visto hacía tiempo y habían salido en masa a verme desde las rocas. Empecé a temer que no hubiese franceses en Olbera, como pensaba en principio y me detuve en el fondo del valle sorprendido por la agitación creciente que se percibía. Dudé unos instantes si debería dar vuelta, pero decidí que sería mejor seguir adelante de nuevo, a todo azar: el caballo que montaba estaba fatigado por la andadura y el camino de vuelta era muy empinado. Era seguido de cerca por una aglomeración de paisanos armados de zapapicos. Pronto me alcanzaron y rodearon preguntándome de que provincia venía y que noticias traía. Vi de inmediato por las preguntas que me hacían que creían que estaba al servicio de España. Mi uniforme de color marrón oscuro era la causa de su error, tuve cuidado de no desengañarlos, pues no estaba seguro de hacerlo sin arriesgar la vida. Esperaba ganar tiempo hasta la llegada de mis amigos e hice creer a los paisanos que era un oficial suizo al servicio de la Junta que estaba de paso hacia Gibraltar. Añadí, para ponerlos de buen humor, que el Marqués de La Romana había ganado hacía poco una gran victoria cerca de Badajoz. Los paisanos tomaron estas noticias con gran impaciencia y, mientras la repetían de boca en boca, hacían miles de imprecaciones contra los franceses, lo que me daba idea de la suerte que me esperaba si era descubierto.
Como pago por mis "noticias" pregunté a los que me rodeaban, si en su pueblo había algunos de esos odiados franceses. Ellos dijeron que el Rey José, con sus guardias, había sido repelido de Gaucin, que habían abandonado Ronda algunos días antes, y que esa población debía estar ocupada ahora por unos 10.000 montañeros. Era en Ronda donde habríamos de unirnos a nuestro regimiento. Si realmente estaba en manos del enemigo, nuestro destacamento no tenía nada que esperar, excepto la destrucción, en las montañas. Los paisanos pararon a beber en un manantial en el camino y continué subiendo el cerro solo.
Pronto vi 5 hombres armados y equipados como soldados apurándose para llegar antes que yo al pueblo por un camino diferente al mio, lo que consiguieron. Escuché fuertes gritos, lo cual no me dejó duda de que los 5 hombres habían traído noticias del acercamiento de nuestro destacamento y que habían descubierto que yo era un soldado francés. Paré una vez mas, dudando si debería seguir . Los habitantes, que estaban viéndome desde las rocas, observaron mi indecisión y sus gritos se incrementaron. Un grupo de mujeres se habían puesto sobre una altura que dominaba la entrada del pueblo y sus voces chillonas, mezcladas con las de los hombres, sonaban como el viento silbando en una tormenta. Me decidí a avanzar. Creo que hubiera estado perdido si hubiera optado por retroceder. Parecería que reconocía haber cometido un error, algo que una multitud enardecida raramente perdona.
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