A medida que los ejércitos españoles habían sido destruidos , las juntas provinciales no se pudieron comunicar más con la junta central, empleándose todos sus recursos en la defensa local de los países que administraban. Aquellos habitantes que habían sufrido con paciencia esperando de día en día su liberación por el éxito de las batallas sucesivas, buscaron ahora en sí mismos e individualmente los medios de sacudirse el yugo que los oprimía. Cada pueblo, cada provincia, cada individuo sentía cada día la necesidad de repeler al enemigo común. El odio nacional que existía generalmente contra los franceses , había producido una suerte de unidad en los esfuerzos desordenados de la gente , y a la guerra regular había sucedido un sistema de guerra en detalle , una especie de desorden organizado que se adaptaba al genio indomable de la nación española y a las circunstancias excepcionales en que se encontraba.
Las partes de España ocupadas por los franceses, se cubrieron poco a poco de partisanos y de cuadrillas compuestas de soldados de línea dispersados y de habitantes de planicies y montañas: los curas, los trabajadores, los estudiantes, los simples pastores se habían convertido en jefes activos y emprendedores . Estos líderes , sin autoridad militar y sin tropas permanentes, no fueron en principio , por así decirlo, más que banderas alrededor de las cuales los habitantes de las campiñas venían a organizarse y combatir. Las nuevas de pequeñas ventajas ganadas por estas numerosas partidas eran recibidas ávidamente por el pueblo y, recontadas con la exageración meridional, servían para levantar los espíritus que los reveses en otros sitios habían abatido momentáneamente. Esta viva imaginación y excesivo espíritu de independencia, que había interferido con las lentas e indecisas operaciones de los ejércitos regulares de la Junta, aseguraron la persistencia de la guerra nacional. Podría decirse de los españoles que, a pesar de haber sido fáciles de vencer, había sido imposible subyugarlos.
Cuando marchábamos de una provincia a otra, los partisanos reorganizaban inmediatamente la provincia que habíamos abandonado, en el nombre de Fernando VII, como si nosotros no fuéramos a volver , y castigaban severamente aquellos habitantes que habían mostrado alguna afición por los franceses. El terror de nuestras armas no nos daba influencia en nuestro entorno. Los enemigos estaban dispersos por todos los puntos que los franceses ocupaban, estando por tanto todos esos puntos más o menos amenazados. Nuestras tropas victoriosas , dispersas para mantener sus conquistas, se encontraron, desde Irún a Cádiz , en un estado de bloqueo continuo y no eran dueñas en realidad mas que de la tierra que pisaban sus pies.
Las guarniciones que se habían dejado en las rutas de los ejércitos para mantener el país vigilado eran atacadas sin cesar, fueron obligadas a construir pequeñas ciudadelas , para su seguridad, reparando viejos castillos en ruinas, que encontraban en las alturas. Esos castillos eran frecuentemente restos romanos o moriscos, que habían servido para los mismos fines siglos atrás. En las planicies, los puestos de correo fortificaban una o dos casas a la entrada de cada pueblo, para estar tranquilos durante la noche, o como lugar de retirada cuando fueren atacadas. Los centinelas no osaban descansar fuera de la muralla fortificada por temor de ser secuestrados. Se colocaban en cualquier torre o en andamiajes de planchas construidos sobre el techo cerca de la chimenea, para ver desde ahí lo que pasaba a lo lejos en la campiña. Los soldados franceses , encerrados en sus pequeñas fortalezas, escuchaban frecuentemente los alegres sonidos de las guitarras de sus enemigos que, siempre festejados y bien recibidos por los habitantes, iban a pasar las noches a los pueblos vecinos.
Los ejércitos franceses sólo podían conseguir provisiones y municiones con escoltas de fuertes destacamentos que siempre eran molestados y frecuentemente interceptados. Estos destacamentos no encontraban más que una resistencia débil en las planicies, pero se veían obligados a hacerse camino por la fuerza de las armas cuando atravesaban las montañas. Las pérdidas diarias de los franceses en muchas partes de España, en los aprovisionamientos de vituallas y para mantener las comunicaciones , eran al menos iguales a aquellas que podrían haber tenido si hubieran combatido con un enemigo en batalla normal.
Las gentes de España no se dejaban descorazonar por la duración de la guerra. En algunas provincias los paisanos estaban siempre armados, los labradores guiaban el arado con una mano, mientras en la otra sostenían un arma siempre dispuesta y que sólo era ocultada al acercarse los franceses, si fuesen muy numerosos para ser combatidos. Su animosidad se incrementaba por las vejaciones que los franceses les habían hecho sufrir. Las penurias a las cuales otras naciones sucumben, por verlas como consecuencias inevitables de la guerra, eran para los españoles nuevos motivos de irritación y de odio. Empleaban, para satisfacer sus apasionados resentimientos, la mayor energía o el mayor disimulo cuando se sentían más débiles. Como buitres vengadores afectos a su presa, seguían de lejos las columnas francesas para degollar aquellos de sus soldados que, heridos o fatigados, se retrasaban en las marchas. A veces festejaban a los soldados franceses a su llegada y trataban de emborracharlos sumergiéndolos en una seguridad miles de veces más peligrosa que todos los trances del combate. Llamaban entonces a los partisanos indicándoles, durante la noche, las casas donde nuestros soldados estaban imprudentemente dispersos. Cuando otros franceses intentaban vengar la muerte de sus camaradas, los habitantes huían, no encontrándose en los pueblos nada , excepto casas vacías, sobre las cuales no se podía ejercer venganza sino a su propia costa, porque no podían destruir una casa, aún estando vacía, sin perjudicar sus propios recursos para un futuro.
Cuando nuestros destacamentos llegaban a los pueblos alzados de Vizcaya o Navarra, los alcaldes, las mujeres y los niños nos recibían como si nos encontráramos en medio de una profunda paz, no se oían más que los martillos de los talleres de herrería. Pero apenas nos habíamos ido, los trabajos cesaban y los habitantes tomaban sus armas para usarlas contra nuestros destacamentos en los roquedos y atacar nuestra retaguardia. Esta guerra sin un objetivo fijo donde dirigir la imaginación, disminuía el ardor del soldado y su paciencia.
Los franceses sólo podían mantenerse en España por el terror. Constantemente se veían precisados a castigar a los inocentes junto con los culpables y a tomar venganza en los débiles. El pillaje se tornó en indispensable para sobrevivir y las atrocidades cometidas como consecuencia de la enemistad de la gente, junto con la injusticia de la causa por la cual los franceses estaban combatiendo, perjudicaban la moral de nuestro ejército y minaban los fundamentos más íntimos en los que se funda la disciplina militar; sin la cual los ejércitos no tienen ni poder ni fuerza.
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