En esas provincias montañosas del Norte de la península los franceses, aunque siempre vencedores cuando sus enemigos presentaban batalla, no eran menos asediados por hordas de montañeses armados que, sin acercarse a combatir cuerpo a cuerpo, se retiraban de posición en posición, de roca en roca por las alturas sin cesar de disparar aún huyendo.
Se precisaban batallones enteros para enviar órdenes de una parte a otra del ejército. Los soldados heridos, enfermos o fatigados que permanecían detrás de las columnas francesas eran inmediatamente asesinados. Cada victoria conllevaba el recomenzar otro conflicto. Las victorias eran inútiles por el carácter indomable y perseverante de los españoles, y los ejércitos franceses se encontraron sin reposo por las fatigas, las vigilancias y las inquietudes continuas.
Tales fueron los acontecimientos que pasaron en el Norte, que habían impedido a los ejércitos de Extremadura y de La Mancha aprovechar sus señaladas victorias de Medellin y Ciudad Real. Las operaciones del ejército de Aragón habían tenido que ser suspendidas por la necesidad de los franceses de llamar de esa provincia al cuerpo del general Mortier y hacerlo ir a Valladolid a ayudar al mariscal Ney y restablecer las comunicaciones con Galicia.
Desde la partida del emperador Napoleón y el comienzo de la campaña de Austria, los ejércitos franceses no habían recibido más refuerzos para reparar sus pérdidas diarias. En vez de concentrarse habían continuado extendiéndose cada día por la península. Débiles en todos los puntos por estar tan diseminados y agotados por las victorias en el centro de la península , en las montañas de Galicia, Portugal y Asturias perdimos, a manos de los paisanos, la reputación de invencibilidad, más poderosa aún que la fuerza real que había conquistado tantas naciones.
El rey José había sido comandante en jefe desde la partida del emperador. Pensaba que podría en España , como en Nápoles, conservar su nuevo cetro con la dulzura ya conocida de su carácter con los pueblos que la fuerza de nuestras armas había sometido. Había dejado a los ejércitos franceses avanzar en todas partes de la península con la intención de organizar las provincias que iba a gobernar y de reinar sobre una mayor extensión de pais. Debido a eso, comprometió la seguridad militar de los ejércitos de Galicia y Portugal, de los cuales no se supo nada durante 5 meses enteros.
El rey José había contraído los hábitos de dejadez del pacífico trono de Nápoles. Rodeado de aduladores y de un pequeño número de españoles que le engañaban, se dejaba llevar de falsas esperanzas. En vez de ponerse al frente de sus ejércitos se mantenía en su capital, se hundía en la molicie, extrañando las delicias de Italia. Deseaba dormir y reinar en Madrid, como había hecho en Nápoles, aún antes de que nosotros conquistáramos para el , si eso fuese posible, un reino al precio de nuestra sangre.
Llenó sus boletines estatales de decretos, que nunca fueron ejecutados, y raramente leídos. Daba a una iglesia bienes de otra que habían sido saqueados hacía tiempo por los franceses, o por los mismos españoles. Cambió el uniforme de sus cortesanos, el cual no se atrevían a poner en sitios no ocupados por los franceses, por el temor de ser asesinados por los paisanos españoles. El rey José hizo numerosas promociones en su ejércitos reales, que ni siquiera existían. Dió expectativas de puestos de gobernación, administración y jueces en las más distantes provincias y de uno a otro hemisferio, mientras que él no se atrevía a dormir ni siquiera en alguna de sus casas de campo a varias leguas de Madrid.
Pensando que complacería al pueblo, intentaba imitar por todos los medios, el fasto, el ceremonial y la piedad de los reyes Carlos IV y Fernando VII. marchaba a pie, delante de las procesiones por las calles de Madrid, haciéndose seguir por los oficiales de su estado mayor y por los soldados de la gendarmería francesa, portando cirios encendidos. Las pretensiones de santidad , afectacion de munificencia y falsa esplendidez no parecieron más que ridículas , cuando luego de la partida de Napoleón, el terror, que ennoblece todo, se disipó.
Los españoles se complacieron en difundir que el rey José gustaba de beber y sobre todo que estaba tuerto, lo cual impresionó vivamente la imaginación de los habitantes del campo. Fue en vano que intentó destruir las impresiones producidas, mostrándose frecuentemente en público, dejándose ver por los paisanos, la gente no dejó de creer que no tenía más que un ojo. Los devotos, que estaban habituados a mezclar en todos sus discursos la exclamación: " Jesús, María y José " se detenían una vez pronunciadas las dos primeras palabras y, luego de una pausa, se servían de la siguiente perífrasis " y el padre de nuestro señor" temiendo atraer alguna bendición sobre el rey José, nombrando el santo que estaba considerado su patrón en los cielos.
La bondad del rey José fue pues considerada como debilidad por los propios franceses. En realidad era perjudicial para el éxito de las operaciones militares, por el deseo ardiente que tenía de hacerse amar por sus nuevos súbditos. Atendía todas las peticiones de los españoles, fallando siempre a los franceses. Nos faltaban víveres a menudo, no atreviéndose a exigir del país sometido momentáneamente, las requisas indispensables para vivir: Nuestros soldados morían por centenas en los hospitales de Madrid y Burgos, faltos de las cosas más necesarias.
Luego de las batallas ganadas, el rey José iba al Retiro a hacerles prestar juramento a los prisioneros que enviaba allí el ejército, les decía que habían sido traicionados por hombres pérfidos y que él , su rey, no quería más que su bien y la felicidad de su país. Los prisioneros, que se creían todos a punto de ser fusilados , prestaban prontamente el juramento de sumisión que se les pedía;pero desertaban y regresaban a sus ejércitos en el momento en que se veían armados y equipados. Nuestros soldados los reconocían fácilmente por sus uniformes nuevos y llamaban al rey José, administrador y organizador en jefe de los depósitos militares de la junta suprema de Sevilla.
Nuestros mariscales y generales obedecían a duras penas a un hombre que no consideraban francés, desde que había sido reconocido rey de España y buscaban contrariarlo y malcontentarlo por todos los medios posibles a fin de ser enviados a Alemania. Querían abandonar a todo precio, una guerra irregular, impopular aún para el ejército y que les hacía perder la ocasión de distinguirse y de obtener grandes recompensas combatiendo a la vista del emperador.
El rey José no tenía suficiente autoridad ni talento militar, carecía de confianza en sí mismo para atreverse a comandar las operaciones que los cambios en la situación general exigían imperiosamente. No ordenaba nada sin consultar con su hermano. Los planes, venidos de París o de Alemania llegaban muy tarde, además de no poder ser ejecutados sino de manera imperfecta por quien no los había concebido. El ejército francés de España carecía totalmente de unidad de acción, sin la cual las más simples operaciones de la guerra no pueden tener éxito.
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