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Memorias de la guerra peninsular (VII)

Las fulminantes proclamas del emperador Napoleón anunciaban sus triunfos a una Europa atónita, y hacían temer un destino terrible a las partes de la península que todavía resistían. Sin embargo, las provincias españolas no parecían apresurarse a hacer avances propios, para endulzar a un conquistador implacable y desviar el golpe funesto que debían temer. Nadie se presentó a los pies de Napoleón, con los tributos exigidos, esos elogios obsequiosos a los que había sido acostumbrado en otros paises. Las diputaciones de la ciudad de Madrid, y unos pocos alcaldes de los sitios ocupados por nuestras tropas, vinieron a los cuarteles imperiales de Chamartin a hacer las sumisiones que les dictaba el temor. Mil doscientos cabezas de familia elegidos en la ciudad de Madrid fueron intimados a presentar juramento de fidelidad al rey José. Pero los sacerdotes los habían, se dice, absuelto antes, de todo juramento de sumisión que pudieran hacer a sus conquistadores.

La reducción de las órdenes religiosas y la abolición de la inquisición, que habían sido proclamadas por las autoridades francesas, lejos de hacerlos aparecer como liberadores, aumentaron el violento odio que les tenían el clero y sus seguidores. Los monjes de todas las órdenes que habían sido sacados de sus conventos, se dispersaron por el país y predicaban contra nosotros adonde quiera que iban.

Encubriendo de santo celo el resentimento por la pérdida de sus bienes, procuraban excitar a la gente contra los franceses por cualquier medio. Los monjes decían en voz alta que la inquisición había sido implantada sólo contra extranjeros y que sin la inquisición todo principio religioso se habría perdido en España, como se había perdido en Francia hacía 20 años.

La inquisición se había dulcificado en España desde hacía un siglo. No inspiraba temor a los españoles, y aún hombres esclarecidos habían llegado a verla como un medio necesario a un gobierno débil, para refrenar a la gente y reprimir el empuje del clero inferior. El pobre empezaba a considerar hacia donde encontraría, en años de escasez, esa comida diaria que estaba acostumbrado a recibir en las puertas de los conventos.

Esta gente religiosa no podían concebir cómo, instituciones que consideraban que siempre habían existido, podrían desaparecer jamás y en esos tiempos de infortunio cualquier cambio hecho por mano del enemigo era considerado impío.

Pocos días después de la toma de Madrid, mientras nuestro regimiento estaba todavía en Cebolla, en las riberas del Tajo, recibí órdenes de llevar un comunicado abierto del general Lasalle, que estaba en el frente de Talavera, al mariscal Lefebre. El mariscal Lefebre debía leer el mensaje y luego enviarlo al príncipe de Neufchatel. Encontré al mariscal Lefebre al atardecer, en Maqueda, justo cuando llegaba de Casa Rubios. El mariscal , para ahorrar sus ayudantes de campo, me ordenó continuar y llevarlo conmigo a los cuarteles imperiales. Para llevar el correo me vi precisado a dejar mi caballo en Maqueda y montar una mula requisada que el jefe de estado mayor hizo entregarme al alcalde del lugar.

Pronto estuve en ruta, en una noche oscura, sobre una mula resabiada, con las crines rapadas. Un paisano español que me servía de guía me precedía en una mula igual. Cuando habíamos cabalgado cerca de una legua, mi guía se deja caer y su mula parte al galope probablemente retornando a su villa. Pensé que el paisano, conmocionado por su caída, se encontraba desmayado y me apeé para ayudarlo, pero lo busqué en vano por el sitio donde lo escuché caer, se había deslizado entre los espesos arbustos y desaparecido. Monté en mi mula sin saber como iba a encontrar mi camino, solo. La mula, que no escuchaba a su compañera marchar delante, no quería moverse, mientras más la espoleaba, más coceaba. Mis golpes, insultos y amenazas en francés sólo la irritaban más. No sabía su nombre. No sabía que toda mula española tiene uno y que la única manera de hacerlas caminar es decirles en su propio idioma "anda mula", "anda capitana", "anda aragonesa", etc. Puse pie a tierra para apretar la cincha de mi silla de madera y la mula, impaciente, dió un salto de costado y me coceó en el pecho, derribándome y metiéndose en un camino vecino. Cuando me recuperé de mi caída, corrí tras ella con todas mis fuerzas, guiado por el sonido de uno de los estribos de mi silla que se había dado vuelta y que era arrastrado por las piedras. Cuando había recorrido una media legua, encontré mi silla donde la mula se había conseguido librar de ella. la cargué en la espalda y de inmediato que llegué a una gran villa, donde la guardia avanzada del general Lefebre había recientemente llegado, conseguí un caballo del alcalde y proseguí mi camino, teniendo buen cuidado de mantener al guía cerca siempre.

No había guarnición francesa en la villa donde cambié caballos la segunda vez. El jefe de correos me abrió la puerta él mismo, era un anciano con aspecto lozano. Despertó al mozo y le dijo que pusiese mi silla a un viejo caballo que apenas se tenía en pie pues sus patas delanteras estaban arqueadas. Empecé a amenazar al jefe de correos y, alzando la voz, señalé el caballo que quería. El viejo no se alarmó, me tomó de la mano con una tranquilidad que desarmó mi ira y , señalándome que no hiciera ruido, me mostró treinta o cuarenta paisanos, dormidos sobre balas de paja en el granero, al otro lado del establo. Seguí su consejo, y monté el mal caballo, sin decir palabra, asombrado por los variados sentimientos que indicaban ese simple rasgo, revelador de las innumerables dificultades que el odio de los españoles nos oponía, aún en medio de nuestras victorias.

A la una de la madrugada llegué a los cuarteles imperiales de Chamartin. El duque de Neuchatel fué despertado por uno de sus ayudantes de campo, le di las cartas que había traído y fuí enviado de vuelta a las 11 de la mañana hacia mi división, con nuevos despachos para el mariscal Victor. Llegué a Aranjuez en la mañana, el comandante del lugar me aconsejó que esperara, antes de ir a Toledo, por la inminente salida de un destacamento. El director de correos, asignado a la primera división, había sido masacrado en el camino la tarde anterior, por haberse ido unos minutos antes que su escolta. Pero había sido informado que las órdenes que llevaba eran urgentes y partí, montado en un pequeño caballo requisado. Al estar solo, estaba obligado a hacer por mí mismo las labores de retaguardia, vanguardia y flancos, galopando a cada eminencia y vigilando alrededor, para no dejarme sorprender.

Los caballos salvajes de las caballerizas reales, en grupos de cincuenta o sesenta, mezclados con ciervos y gamos, huían cuando me acercaba.

Unas pocas leguas después de Aranjuez, vi de lejos a dos paisanos españoles, que habían apresado a un soldado francés y lo arrastraban al arbustal para degollarlo. Corrí hacia ellos, con toda la velocidad que podía galopar mi caballo, y tuve la suerte de llegar a tiempo de liberar al infeliz prisionero. Era un soldado de a pie que había dejado el hospital de Aranjuez el día anterior. Tomado por la fatiga, se había sentado un poco mientras sus compañeros seguían la marcha. Lo escolté hasta su destacamento, que había parado cerca, y continué mi camino.

Nada puede ser más terrible, que el espectáculo que poco después se presentó a mis ojos. Me encontraba a cada paso cuerpos mutilados de soldados franceses, asesinados los dias anteriores y pedazos de ropa ensangrentados, repartidos aquí y allá. Las huellas , recientes aún, en el suelo, indicaban la lucha que algunos de esos desgraciados habían sostenido y los largos tormentos que habían padecido antes de expirar. Sólo las placas de cobre de sus gorros podían indicar quienes eran y a que regimientos pertenecían. Los que atacaron a los franceses ,en el camino de Toledo, eran los guardias de las caballerizas reales y los paisanos que habían abandonado sus pueblos a la llegada de nuestras tropas. Habían adquirido una gran ferocidad de comportamiento por su vida vagabunda y solitaria.

Dejé mis despachos al mariscal Victor en Toledo y retorné a mi regimiento el dia anterior a su partida para la guarnición de Madrid.

Los españoles de los llanos de Castilla se empezaron a recuperar de la consternación momentánea que les produjo nuestra llegada. Los habitantes de los lugares que ocupamos se retiraron a las montañas, o los bosques con sus mujeres e hijos, desde allí vigilaban todos nuestros movimientos y se emboscaban cerca de caminos primarios, para sorprender nuestros correos o aquellos pequeños destacamentos que suponían más débiles que ellos.

Cada día, recibíamos noticias desastrosas de los pequeños destacamentos dejados atrás por el ejército, para mantener las comunicaciones. En todo sitio en que dejamos, tal como en Alemania, puestos de correo con nueve a quince hombres solamente, fueron asesinados.

La Junta española se había retirado a Mérida, y luego a Sevilla. Habia recientemente dado órdenes a los alcaldes y sacerdotes , aún en las plazas ocupadas por nosotros, para convencer a los soldados pertenecientes al ejército español de que se reintegraran en los cuerpos a los que pertenecían. Estos soldados marchaban por la noche y por caminos perdidos, para evitar encontrarse con nuestras tropas. Así, los ejércitos dispersos de los españoles, se recobraban continuamente de sus desastres con inconcebible facilidad. Cuando el ejército de Castaños llegó a Cuenca, luego de la derrota de Tudela , se reducía a sólo 9000 infantes y 2000 caballos, un mes después, en la batalla de Uclés, ese mismo ejército tenía más de 20000. Luego de la derrota del ejército de Blake en Espinosa, el marqués de la Romana difícilmente reunía 5000 soldados en Galicia, al comienzo de Diciembre había reunido 22000 hombres, en los alrededores de la ciudad de León.

Aunque la junta española era una administración débil y mal consolidada, poseía, sin embargo, gran influencia, secundando los movimientos originados en la nación misma, esos movimientos eran los más durables pues eran enteramente voluntarios.

Los generales españoles, como su gobierno, no tenían autoridad, exceptuando cuando actuaban de acuerdo a los sentimientos de los que comandaban. No podían refrenar a sus soldados con el éxito, ni gobernarlos cuando sufrían un revés, y esas bandas indisciplinadas arrastraban a sus generales con ellos en sus victorias o derrotas. El orgullo de los españoles era tal, que nunca atribuían sus reveses a su falta de experiencia, o a la superioridad militar de sus enemigos. En el momento de ser derrotados acusaban a sus jefes de traición. El general San Juan fué colgado por sus soldados en Talavera. El general La Peña fué destituido por la división de Andalucia y el duque del Infantado se vió obligado a tomar el mando en Cuenca.

Los españoles eran un pueblo religioso y guerrero, pero no militar, inclusive odiaban y despreciaban todo lo relativo a las tropas regulares, así que siempre estaban necesitados de oficiales , sub-oficiales y de todos los medios que constituyen un ejército bien organizado. Consideraban la guerra presente, como una cruzada religiosa contra los franceses, por su patria y su rey y la única distinción militar de la mayoría de sus ciudadanos-soldados era una banda roja con la inscripción :"Vencer o morir, por la patria y por Fernando séptimo". A la primera llamada, hombres todas las provincias se presentaban, casi desnudos, a las grandes reuniones que ellos llamaban ejércitos. El deseo ardiente de vencer les hacía soportar, con una paciencia admirable, las privaciones que no soportarían las mejores tropas regulares con la más severa disciplina.

Los habitantes de las provincias manifestaban la mayor incredulidad sobre los éxitos que obtuvimos, ningún español creería en los desastres de España o la reconocería vencida. Este sentimiento, que estaba en el ánimo de todos, hacían a la nación invencible, a pesar de las pérdidas individuales y las derrotas frecuentes de sus ejércitos.

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