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Memorias de la guerra peninsular (VI)

El emperador Napoleón había salido el 22 de Noviembre, desde Burgos, camino de Aranda, para observar y apoyar, si se necesitaba, los movimientos del ejército de la izquierda ,en el Ebro, contra la derecha de los españoles. El 20 de Noviembre, nueve días después de los hechos de Tudela, el emperador marchaba contra Madrid con el ejército del centro, por el camino directo de Castilla: había enviado los cuerpos del mariscal Soult hacia Asturias, para vigilar los remanentes del ejército de Galicia.

La vanguardia del ejército del emperador llegó, al amanecer del 30, al pie de la montaña de Somosierra. El "puerto" un pasaje de esa montaña, estaba defendido por una división de entre 12 y 15000 españoles y por una batería de 16 cañones. Tres regimientos de infantería de la primera división, y seis cañones, comenzaron el ataque. Los lanceros polacos de la guardia cargaron entonces por la calzada y tomaron las baterías del enemigo por asalto. Los españoles, muy débiles para resistir el ejército del emperador Napoleón, huyeron hacia las rocas para salvarse.

Los cuarteles imperiales fueron fijados el 1 de Diciembre, en San Agustín. Los cuerpos del mariscal Ney, a los cuales nuestro regimiento estaba adscrito, llegaron el mismo dia, por Guadalajara y Alcalá para reunirse con el emperador.

El 2 de Diciembre, en la mañana, el emperador Napoleón encabezó el cuerpo principal de su ejército y llegó, con su caballería solamente, a las alturas cercanas a la capital de España. En vez del orden que se observa llegando a pueblos fortificados, donde todas las circunstancias de la guerra son tenidas en cuenta, en vez de ese silencio, que sólo se interrumpe por el largo y profundo llamado de "centinela atención" por el cual los centinelas, colocados alrededor de un baluarte, se aseguran de la vigilancia del otro, se escuchaban las campanas de 600 iglesias de Madrid, en repique continuo, y , de cuando en cuando, las voces del populacho y el redoble de tambor. Los habitantes de Madrid sólo habían pensado en sus defensas, ocho días antes de la llegada de los ejércitos franceses y todos sus preparativos llevaban la marca de la precipitación y la inexperiencia. Habían puesto artillería detrás de bolsas con arena y barricadas, o hecho trincheras con prisa, usando balas de lana o algodón. Las casas a la entrada de las calles principales, estaban llenas de hombres armados, parapetados detrás de colchones , en las ventanas.

Sólo El Retiro había sido fortificado con algún cuidado; es un palacio real situado en una altura que domina la capital. Uno de los ayudantes de campo del mariscal Bessieres fué enviado , de acuerdo con la costumbre, a conminar a Madrid, escapó por poco de ser despedazado por los habitantes cuando les propuso rendirse a los franceses: le salvó la protección de las tropas españolas de linea.

El emperador Napoleón empleó la tarde en reconocer los alrededores de la ciudad, y en determinar su plan de ataque. Llegadas las primeras columnas de infantería, a las siete de la tarde una brigada de la primera división , apoyada por cuatro piezas de artillería, avanzó contra los suburbios, y los tiradores del regimiento 16 se adueñaron del gran cementerio, luego de haber desalojado a los españoles de algunas casas avanzadas. La noche se empleó ubicando la artillería y haciendo todo preparativo para un asalto el día siguiente.

Un oficial español, apresado en Somosierra, que el principe de Neufchátel envió , a la medianoche, a Madrid, volvió, algunas horas después, para decir que los habitantes persistían en defenderse. El 3 de Diciembre a las 9 de la mañana el cañoneo empezó.

Treinta cañones a las órdenes del general Cenarmont, batían los muros del Retiro, mientras 20 más de la guardia y algunas tropas ligeras, hacían, en otro barrio, un falso ataque, para distraer la atención del enemigo y obligarlo a dividir sus fuerzas. Las compañías ligeras de la división de Villate, entraron en el jardín del Retiro por la brecha, siendo seguidas rápidamente por su batallón y ,en menos de una hora, los 4000 soldados defensores de ese importante punto, fueron vencidos. A las once en punto nuestros soldados ya ocupaban el observatorio, la fábrica china, las grandes barracas, y el palacio de Medinaceli. Dueños del Retiro, los franceses podían haber arrasado Madrid en pocas horas. El cañoneo cesó entonces de escucharse, el progreso de las tropas fué detenido en toda dirección y se envió a la plaza un tercer mensajero. Quería el emperador tratar bien a la ciudad que había destinado a su hermano. Se puede establecer un campamento, pero no una corte entre las ruinas. Madrid en cenizas, podía, con su ejemplo haber incitado a una resistencia desesperada en otras ciudades del reino. Su destrucción además, habría privado a los ejércitos franceses de inmensos recursos.

     A las cinco de la tarde, el general Morla , jefe de la junta militar, y don B. Iriarte, diputado de la ciudad, regresaron con el mensajero. Fueron llevados a la tienda de campaña del principe de Neufchátel. Demandaron una suspensión de hostilidades durante el día 4, que les daría tiempo a persuadir al pueblo a entregarse. El emperador les reprochó aparentando un arrebato de ira, la no ejecución de la convención de Bailén y la masacre de los prisioneros franceses en Andalucia. Deseaba asustar a los enviados españoles con su fingido furor, a fin de que ellos pudieran, a su vuelta, comunicar sus temores a aquellos que comandaban. El emperador deseaba vivamente que la rendición de Madrid tuviera la apariencia de ser voluntaria sumisión. Se creía, en general, que España seguiría el ejemplo de la capital. Entre tanto los habitantes rehusaban deponer las armas y continuaban disparando a los franceses desde las ventanas de las casas en los alrededores del paseo del Prado. De los prisioneros que eran traídos a cada momento, se recibían relaciones de la furia y consternación de la ciudad. Cincuenta mil habitantes armados, sin ninguna disciplina, recorrían las calles en todas direcciones pidiendo órdenes, y acusando a sus jefes de traición. El capitán general Marqués de Castellar, y los otros militares de rango, dejaron Madrid durante la noche, con las tropas regulares y 16 cañones. El 4 de Diciembre a las seis de la mañana, el general Morla y don F. de Vera, volvieron a la tienda del principe de Neufchátel y a las 10 los franceses tomaron posesión de Madrid.

El emperador permanecía con su guardia acampado en las alturas de Chamartin. Envió numerosos cuerpos en todas direcciones para evitar que se reorganizara el enemigo y para aprovecharse del asombro y terror que casi siempre multiplica las fuerzas del conquistador después de cualquier gran hecho, paralizando momentáneamente las armas del conquistado. El mariscal Bessieres, con 16 escuadrones, persiguió el ejército español del general La Peña por la vía a Valencia. Ese mismo ejército fué rechazado hacia Cuenca por la división de infantería del general Ruffin y la brigada de dragones del general Bordesoult. Los cuerpos del mariscal Victor fueron a Toledo, por Aranjuez. Las divisiones de caballería de los generales Lasalle y Milhaud siguieron hacia Talavera de La Reina a los restos de la división española, que había sido derrotada en Somosierra y las tropas que habían escapado de Madrid. El general La Houssaye entró en El Escorial.

   Nuestro regimiento de húsares pasó el 2,3 y 4 de Diciembre en las cercanías de Alcalá a tres leguas de Madrid. El 5 recibimos órdenes de ir temprano a los cuarteles generales imperiales, a fin de pasar revista. No habían pasado muchos minutos , en una llanura cerca del castillo de Chamartin, antes de que el emperador Napoleón apareciera súbitamente. Estaba acompañado del principe de Neufchatel y por cinco o seis ayudantes de campo, que a duras penas mantenían su ritmo, tan rápido cabalgaba. Sonaron todas las trompetas , el emperador se colocó a cien pasos frente a nuestro regimiento y pidió al coronel la lista de oficiales, sub-oficiales y soldados merecedores de distinciones militares. El coronel de inmediato los llamó por sus nombres, el emperador habló campechanamente con algunos soldados que le fueron presentados, luego dirigiéndose al general de la brigada de la que formábamos parte, le hizo dos o tres breves preguntas, el general empezó a responder confusamente y el emperador Napoleón volvió su caballo sin esperar el final de la respuesta, siendo su desaparición tan repentina como su llegada.

Luego de la revisión tomamos el camino de Madrid. Un silencio taciturno había sucedido a la agitación y ruido que reinaba la noche anterior dentro y fuera de los muros de la ciudad. Las calles por las cuales entramos estaban desiertas y en las plazas públicas las numerosas tiendas de comestibles no habían vuelto a abrirse. Los portadores de agua eran los únicos habitantes que no habían interrumpido su acostumbrada tarea. Caminaban gritando, con el acento nasal que traían de sus nativas montañas de Galicia "¿Quién quiere agua?" Nadie compraba y el aguador se respondía a sí mismo: " Dios que la da" y volvía a gritar.

A medida que avanzamos hacia el centro de Madrid vimos un grupo de españoles de pie, vestidos con sus grandes capas, en las esquinas de una plaza donde solían reunirse en asambleas multitudinarias. Nos miraron con aire taciturno y abatido, su orgullo nacional era tan grande que difícilmente creían que soldados que no eran nacidos españoles pudiesen haber derrotado a los españoles. Cuando por casualidad descubrieron entre nuestras filas caballos , tomados de la caballería enemiga y montados por nuestros húsares, inmediatamente los reconocieron por su andar, salieron de su estupor diciéndose:"este caballo es español" como si fuese la única causa de nuestro éxito.

Sólo pasamos por Madrid. Nuestro regimiento se acuarteló 16 dias en Cebolla, no lejos de los bancos del Tajo, cerca de Talavera, después de lo cual retornó, el 19 de Diciembre, para formar parte de la guarnición de Madrid. Los habitantes de la capital y sus alrededores se habían recuperado de su estupefacción. Se acostumbraban poco a poco a ver a los franceses. La soldadesca mantenía la más estricta disciplina y , en apariencia al menos, la tranquilidad era igual que en tiempo de paz.

Uno se queda asombrado cuando entra a Madrid por la puerta de Toledo y la plaza de la Cebada cuyo mercado se hace temprano en la mañana, con numerosa cantidad de personas de la campiña y provincias, vestidas de modo diverso, llegando, saliendo, yendo y viniendo. Aquí un castellano recoje los pliegues de su capa como un senador romano envuelto en su toga, allá un boyero de La Mancha, con un largo aguijón en su mano vestido con una saya de piel, que se parecía a la túnica que llevaban antiguamente los guerreros romanos y los godos. Más allá se ven hombres cuyo cabello estaba envuelto con sedosas cintas y otros llevando una especie de chaleco de cuero taraceado en rojo y azul que recordaba la vestimenta morisca. Los hombres que llevan esta vestimenta venían de Andalucía, se distinguen por sus vivaces ojos negros, sus maneras expresivas y animadas y su hablar rápido. Mujeres, ubicadas en las esquinas de las calles y en las plazas públicas, están ocupadas preparando comida para toda esa multitud que no es de Madrid sino que está de paso.

Se ven largas hileras de mulos cargados de pellejos de vino o de aceite, o recuas de asnos conducidas por un solo hombre que les habla sin cesar. También se encuentran carruajes llevados por ocho o diez mulas adornadas con campanillas, manejadas con sorprendente habilidad por un cochero bien al trote o al galope, sin riendas y por medio de su voz solamente, gritando salvajemente. Un solo silbido largo y agudo sirve para parar todas las mulas al mismo tiempo. Por sus patas largas, gran estatura, sus cabezas orgullosamente erguidas, uno podría tomarlas por grupos de ciervos o alces. Las voces de los cocheros y muleros, las campanadas incesantes de las iglesias, las vestimentas diversas, la abundancia de actividad sureña, con gestos expresivos o voces en una lengua sonora y desconocida, maneras tan diferentes de las nuestras , contribuían a hacer que el aspecto de la capital de España fuese extraño a hombres venidos del Norte, donde todo transcurre silenciosamente. Estábamos más impactados aún con ello, porque Madrid era la primera gran ciudad que habíamos encontrado habitada desde nuestra entrada en España.

A la hora de la siesta, especialmente en verano, durante la etapa más calurosa del día, todos esos ruidos cesaban, la ciudad entera dormía, y las calles sólo devolvían el eco del paso de los caballos de los cuerpos de caballería que estaban haciendo la ronda, o el tambor de un destacamento de infanteria que montara guardia en solitario. Este mismo tambor francés había marcado la marcha y la carga en Alejandria, El Cairo, Roma, y casi en todo pueblo de Europa, de Konigsberg a Madrid, donde estábamos ahora.

Nuestro regimiento estuvo casi un mes en la capital de España. Yo estaba alojado con un anciano de nombre ilustre, que vivía solo con su hija. Iba dos veces al día regularmente a misa y una vez a la Plaza del Sol, a informarse de las novedades. Tan pronto como llegaba se sentaba en el salón, donde pasaba el resto del día sin hacer nada. A veces encendía su cigarro y disipaba su aburrimiento y pensamientos fumando. Raramente hablaba y nunca lo vi reír. Sólo exclamaba, cada media hora con un suspiro de abatimiento:" ¡Ay Jesús!" Su hija le respondía igual y luego ambos callaban.

Un sacerdote, el guía espiritual de la casa, venía cada día a ver a mis anfitriones, con tanta frecuencia como en otros paises un médico visita a sus pacientes. Llevaba una peluca rubia para tapar su calva de sacerdote y vestía como un ciudadano ordinario, aparentando decir que no quería vestir su hábito sacerdotal por temor a ser degollado en la calle por nuestros soldados. Esta inútil parodia servía solamente para incrementar la violenta irritación que ya había contra los franceses.

Aunque , en apariencia, Madrid permanecía en la mayor tranquilidad, nuestro regimiento estaba siempre listo para montar a caballo en un momento de emergencia y nuestros caballos, aún en la capital, permanecían constantemente ensillados, como si fuera un puesto de avanzada en presencia del enemigo. Mil cien españoles resueltos permanecían, según se decía, ocultos en la ciudad cuando capituló, a fin de alzar los habitantes y poner fin a todo francés a la primera oportunidad favorable.

Conservábamos, aún con los cantos de victoria de nuestros boletines, un confuso sentimiento de incertidumbre sobre las ventajas mismas que habíamos conseguido. Se podría decir que habíamos conquistado volcanes. El emperador Napoleón, no hizo una entrada pública en Madrid como hizo en otras capitales de Europa. Se nos dijo que fué por normas de etiqueta relativas a su hermano José, considerado como un gobernante extranjero. Acampado con su guardia en las alturas de Chamartin, promulgaba diariamente decretos a España, esperando la inmediata sumisión de ese reino, por el terror que el rápido éxito de nuestro ejército debía producir.

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