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Memorias de la guerra peninsular (V)

El pueblo de España en general, estaba animado solamente por patriotismo religioso, no tenían conocimiento práctico de la disciplina, o de las leyes de la guerra. Fácilmente abandonaban sus banderas luego de un revés, nunca se consideraban obligados a mantener la fidelidad con sus enemigos, no tenían más que un interés, un sentimiento, vengar por cualquier medio posible los males que los franceses habían hecho a su país.

Uno de los paisanos insurgentes de Aragón, entre otros, fue prendido por nuestros exploradores, sólo estaba armado con un fusil, y llevaba delante suyo un asno cargado de provisiones para varios meses. El oficial que comandaba la vanguardia le tuvo piedad y ordenó liberarlo, haciéndole signos de que se fuera hacia la montaña para escapar. El paisano pareció comprender pero, una vez liberado, cargó su arma y volvió inmediatamente a nuestras filas para disparar a su libertador. Felizmente la bala falló. Ese paisano deseaba morir mártir por matar a alguien que, erróneamente, tomaba por uno de nuestros jefes principales. Una vez detenido fue llevado ante el coronel del regimiento.

Lo rodeamos con curiosidad. Un movimiento de uno de nuestros húsares le dió a entender que iba a ser fusilado, inmediatamente se arrodilló, rezó a Dios y a la Virgen y aguardó así su muerte. Lo levantamos y a la noche lo enviamos a los cuarteles generales. Si estos hombres supieran como pelear tanto como morir, no habríamos pasado tan fácilmente los Pirineos.

La división del mariscal Lannes permanecía en Aragón para sitiar Zaragoza, la del mariscal Ney continuaba forzando la marcha para perseguir los remanentes del ejército de Castaños, que estaba retirándose por Guadalajara hacia Madríd. El 29 la división avanzada cortó en pedazos la retaguardia de los españoles que intentó defender el desfiladero de Buvierca en el Jalón.

Las marchas forzadas de nuestro ejército, frecuentemente seguían hasta bien entrada la noche, y cuando pasábamos los escuadrones, frecuentemente escuchábamos a italianos, alemanes o franceses cantando sus melodías patrias, para combatir la fatiga, o, en esta tierra lejana y hostil, para rememorar su país.

El ejército se detenía muy tarde en la noche cerca de pueblos o villas desiertos y, a nuestra llegada, nos encontrábamos necesitados de todo tipo de cosas, pero los soldados se dispersaban rápidamente por todos lados para conseguir forraje, y en menos de una hora habían llevado a sus campamentos todo lo que quedaba en las villas cercanas.

Alrededor de grandes hogueras encendidas a intervalos, se podían ver todo tipo de implementos de cocina militar. Aquí estaban ocupados construyendo con prisa barracas de tablas cubiertas de hojas a falta de paja, allá erigían tiendas, tensando entre cuatro estacas piezas de tela como las que se podían encontrar en las casas desiertas. El suelo estaba salpicado con las pieles de ovejas recién muertas, guitarras, jarros, pellejos de vino, capuchas de monjes, ropas de toda forma y color. Aquí, la caballería sobre armas estaba durmiendo al lado de sus caballos, más allá algunos de infantería , vestidos de mujeres, danzaban grotescamente entre pilas de armas al son de música discordante.

En el monento en que el ejército salía, los paisanos descendieron de los montes vecinos y salieron de todas partes, como del seno de la tierra, desde sus lugares de escondite. Se volvían rápidamente a sus moradas. Nuestros soldados no podían alejarse de los caminos, ni retrasarse en las columnas, sin exponerse a ser asesinados por los paisanos de las montañas y no osábamos, como en Alemania, destacar patrullas, o enviar nuestros enfermos por sí mismos a los hospitales. Los soldados de infantería que no podían soportar más la marcha, seguían a sus divisiones en burro, manteniendo sus largos mosquetes en su izquierda y en su derecha sus bayonetas, que usaban para aguijonear. Estos pacíficos animales, como los indómitos corceles numidios de antes, no tenían bridas ni sillas.

El 1 de Diciembre íbamos a dormir en una villa situada una legua al Norte de Guadalajara, los alojamientos se habían distribuído, e íbamos a romper filas y dispersarnos , cuando alguien vino para informarnos que habían visto a distancia algunos soldados enemigos huyendo. Parecía difícil alcanzarlos y dos o tres de los más jóvenes de nosotros tomamos a cargo , como deporte, perseguirlos, luego de haber recibido una señal de aprobación del coronel. Me fijé en uno en particular, que corría más rápido que los otros. Tenía un uniforme azul celeste, resplandeciente, que a distancia me hizo tomarlo por un oficial.

Cuando vió que no podía escapar me esperó en el lado opuesto de una zanja que acababa de saltar . Pensé en un principio que iba a usar su fusil, pero, cuando llegué a 20 pasos, dejó caer sus armas, se sacó el sombrero y dijo varias veces haciendo las más profundas reverencias: "Monsieur, j´ai l´honneur de vous saluer; Monsieur, je suis votre trés-humble serviteur" ( Señor tengo el honor de saludarlo, señor soy vuestro más humilde servidor). Me detuve asombrado, tanto por su grotesca figura como por escucharlo hablar en francés. Le tranquilicé, asegurándole que no tenía nada que temer. Me dijo que era maestro de baile y nativo de Tolosa, que, al tiempo de las levas masivas en Andalucía, había sido puesto en la picota quince días para forzarlo a servir en el regimiento de Fernando VII, cuyo uniforme llevaba puesto. Lo cual, según dijo, era de lo más contrario a su temperamento pacífico. Le dije que fuera a la villa donde estaba el regimiento. También hicimos otro prisionero francés, era el hijo de uno de los primeros magistrados del pueblo de Pau en Bearn.

El segundo de estos dos franceses se había unido por sí mismo al regimiento. Le proporcionamos los medios de escapar al cabo de pocos días. No quisimos enviarlo al depósito de prisioneros, por temor de que fuera fusilado por haber tomado las armas con uniforme español.

Estimulado por el placer de la persecución y la impetuosidad de mi caballo, escalé un monte que estaba atrás mío, luego otro, crucé un torrente, y llegué, después de media hora de cabalgada, a la entrada de una gran villa a la que entré. Los habitantes, habiéndome visto llegar de lejos, estaban preocupados de que fuera seguido por un destacamento numeroso, se dió la alarma instantáneamente entre ellos y se precipitaron de todos lados a sus casas, ocupándose de obstruir las puertas que daban a la calle , preparándose para escapar por los muros traseros de acuerdo a su costumbre. Viendo que estaba solo, gradualmente salieron de sus casas a la plaza donde yo me había detenido. Escuché a varios hombres repetir con vehemencia "matar", como yo no sabía por entonces el castellano, pensé, al principio, que era una manera de expresar su asombro a la vista de un extranjero. Luego aprendí su significado. Los españoles no eran tan pacíficos como los habitantes de las llanuras de Alemania, donde un solo soldado francés gobierna un pueblo entero.

Cuando vi la multitud crecer y la agitación aumentar, empecé a temer que los habitantes pudieran tomarme prisionero y entregarme al enemigo. Espoleé a mi caballo por ambos lados y salí de la villa colocándome en un oteadero, adonde fui seguido por hombres y mujeres. Empecé a hacer que mi caballo caracolease y lo hice caminar hacia delante y hacia atrás sobre un muro bajo y una zanja detrás mío, para mostrarles que no les tenía miedo y que podía escapar si quisiese. Detenido por curiosidad (era la primera vez desde que pasamos el Ebro en que veía una villa habitada, y sobre todo por mujeres), retorné a la altura en que me había puesto en un principio, e hice un signo con la funda de mi sable a la gente, que nuevamente se acercaba , para que no se acercaran a menos de diez pasos e intenté explicarles que mi caballo necesitaba comida. Los habitantes , enfundados en sus capas, me miraron en silencio, con asombro, manteniendo en sus miradas y comportamiento, esa gravedad y dignidad que caracterizan los castellanos de toda edad y clase: Parecían despreciar de corazón a un extranjero que ignoraba su lengua.

Cuando vi que no me comprenderían, intenté con varias palabras en latín. Ese lenguaje nos fue frecuentemente útil en España, para hacernos entender por el clero, que generalmente lo hablaba bastante bien. Un joven clérigo salíó del grupo y volvió unos momentos después con el maestro de escuela de la villa. Estaba tan complacido de hablar latín, y decirme cómo había llegado a ese grado de conocimiento, que me consiguió todo lo que quería y me fui poco tiempo después. Cuando nuestro regimiento pasó esa misma villa, a la mañana siguiente, estaba completamente desierta. Perdí el camino en la oscuridad mientras volvía a mis cuarteles y llegué a donde mis camaradas a la medianoche.

El día siguiente, 2 de Diciembre, instalamos nuestros cuarteles en la cercanía de Alcalá de Henares, encontramos un escuadrón de lanceros polacos, que el mariscal Bessieres había enviado desde San Agustín para reconocimiento hacia Guadalajara. De ellos supimos que la guardia avanzada del ejército del centro había llegado hasta Madrid. Sólo estábamos a tres leguas de esa capital.

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