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Memorias de la guerra peninsular (IV)
Llegando a los pueblos y villas desiertos de Castilla, no vimos más esas nubes de humo que, constantemente subiendo en el aire, forman una segunda atmósfera sobre las ciudades habitadas y populosas. En vez de rumores de vivos y continuos ruidos, no escuchábamos nada dentro de los límites de sus murallas, excepto campanadas y graznar de cuervos volando alrededor de los campanarios. Las casas, ahora vacías, servían solamente para devolvernos, tardía y desordenadamente, el eco de los tambores y trompetas.
Los alojamientos fueron distribuidos rápidamente; cada regimiento ocupaba un distrito, cada compañía una calle, de acuerdo al tamaño del pueblo. Poco tiempo después de nuestra entrada, los soldados se instalaron en sus nuevas moradas como si hubieran ido a formar una colonia. Esta población transitoria y guerrera le dió nuevos nombres a las plazas que ocuparon. Hablaban de las calles de "guardia de dragones" calle de tal compañía , casa de nuestro general , manzana de la guardia principal, o "plaza de la parada". Frecuentemente en los muros de un convento se podía leer, escrito con carbón "barracas de tal batallón". De la celda de un claustro abandonado colgaba una insignia con una inscripción francesa, con el nombre de uno de los primeros cocineros de París, era uno de aprovisionamiento que se había apresurado a instalar su taberna ambulante en ese lugar.
Cuando el ejército llegó, avanzada la noche, al lugar donde tenía que descansar, era imposible distribuir las zonas con regularidad, y nos alojamos a lo militar, es decir, promiscuamente y sin observar ningún orden, donde pudiésemos encontrar habitación. Tan pronto como la guardia principal se había establecido, a una señal concertada, los soldados abandonaban formación y se precipitaban tumultuosamente, como un torrente, por la ciudad, y bastante tiempo después de la llegada del ejército todavía se escuchaban gritos y ruidos de puertas derribadas con hachas o grandes piedras. Algunos de los granaderos encontraron un método, tan rápido como eficaz, para forzar las puertas que se resistían; abrían fuego en los agujeros de las cerraduras, y así hacían vanas las precauciones de sus habitantes que siempre cerraban cuidadosamente sus casas antes de irse a las montañas ante nuestra llegada.
En la mañana del 20 el cuerpo del mariscal Ney dejó Aranda, por dos días continuamos marchando sobre las riberas del Duero, sin tener noticias del enemigo y sin encontrar ningún ser vivo. El 21, un poco antes del ocaso, repentinamente notamos una ligera vacilación en los movimientos de nuestros exploradores de avanzada, inmediatamente formamos en escuadrones y poco tiempo después un destacamento de nuestra vanguardia peleaba con un cuerpo del enemigo que fácilmente rechazó, hicimos algunos prisioneros cuando entramos en Almazán.
Los cuerpos del mariscal Ney pasaron entre los muros de ese pueblo esa noche, los habitantes lo habían abandonado totalmente. Era muy tarde para hacer distribuciones regulares y, desafortunadamente, no pudimos evitar el pillaje para satisfacer las necesidades inmediatas de los soldados, durante media hora. Enviamos esa misma noche algunas partidas, de 25 húsares cada una, para reconocimiento en varias direcciones. El destacamento que siguió el camino de Sigüenza, volvió durante la noche con algún material y prisioneros.
El día siguiente, 22 de Noviembre, el ejército del mariscal Ney salió a Soria. El 2º de húsares, nuestro regimiento, fue dejado solo en Almazán, para guardar las comunicaciones con Burgos y Aranda y para ver los cuerpos del enemigo, que se decía que estaban en las proximidades de Sigüenza, Medinaceli y Ágreda.
Recibí, al alba del 24, órdenes de ir con 25 caballos y reconocer el camino directo entre Almazán y Ágreda. Sin poder procurarme un guía, fui, con mi destacamento, subiendo por la orilla derecha del Duero, en la dirección indicada por un mal mapa francés, lo cual me hizo equivocarme y perdimos nuestro camino. Vimos, luego de cuatro horas de penosa marcha, en un cruce de caminos, dos niños que huyeron por las breñas gritando de terror; los seguí y repentinamente me encontré solo en un campamento de mujeres, que habían huído de su villa con sus ovejas y sus niños y se habían refugiado en una pequeña isla en el río. Había llegado tan completamente imprevisto, que tuve tiempo de garantizarles su seguridad mediante señas, antes de que mi destacamento pudiera seguirme. Hice que mi intérprete , que estaba conmigo, les preguntase cual era el camino directo de Almazán a Ágreda. Un viejo cura, el único hombre que estaba con ellas, contestó que lo había dejado hacía 4 leguas, y señaló el camino correcto en el otro lado del rio. Pasamos por una hilera de villas y pequeños pueblos donde los únicos habitantes eran hombres, y al final llegamos a nuestro destino.
El intérprete que empleé era un desertor flamenco, a quien el hambre y el temor de ser asesinado por los campesinos del país, había forzado a venir hacia nosotros, luego de los sucesos de Burgos. Lo motejamos "Blanco" porque, para mantenerse caliente, había cubierto su viejo uniforme valón, que estaba raído y gastado, con un hábito dominico blanco que los húsares le habían regalado; también llevaba en su cabeza la enorme capucha de esa orden religiosa. En las villas habitadas pasábamos entre los campesinos, que se imaginaban, cuando lo veían a pie marchando en vanguardia, que era realmente un monje que habíamos forzado a acompañarnos; lo saludaban profundamente, compadeciéndose de su destino infeliz, y todos le daban dinero al reverendo padre, que, orgulloso de tantos honores, no abandonaría, aunque tuviera oportunidad, sus lucrativos hábitos.
Debido a la falta de guía luego que dejamos Almazán, perdimos nuestra ruta, y cubrimos 4 millas en nueve horas. La dificultad de conseguir guías aparecía continuamente porque los habitantes abandonaban sus villas a nuestra llegada.
Nuestro regimiento recibió ordenes de dejar Almazán esa misma tarde. Marchamos cerca de una noche y un día sin parar y nos unimos al mariscal Ney, justo cuando entraba en Ágreda por el camino de Soria. La infantería se alojó en el pueblo, la caballería ligera fue enviada una legua mas allá por el camino de Cascante a fin de cubrir la posición del ejército. Pensábamos que estábamos cerca de la retaguardia del ala izquierda del ejército español.
La ciudad de Ágreda fue abandonada: el oficial de mandos de nuestra brigada de húsares en vano intentó encontrar un guía en ella, y nos vimos obligados a ir, con la guía de nuestro mapa solamente, en busca del acantonamiento designado para nosotros. Nos sobrevino la noche y pronto nos perdimos en las montañas, confundidos por una oscuridad brumosa, nos imaginábamos siempre al borde de algún precipicio. Siempre que habíamos marchado cien pasos, hacíamos largas paradas, mientras los que estaban al frente de la columna encontraban a tientas el camino entre las rocas, escuchábamos largamente las sordas pisadas en el profundo silencio de la noche y los estremecimientos de los caballos que mordisqueaban el bocado del freno, impacientes por descansar.
Habíamos descabalgado y marchábamos en fila, escuchando y repitiendo por turno las advertencias sobre huecos o precipicios, en voz baja, a fin de no revelarnos a un cuerpo de ejército cuyos fuegos semi-apagados habíamos visto en el lado opuesto de un profundo barranco. No sabíamos si eran amigos o enemigos y un ataque de infantería hubiera sido funesto para nosotros en el sitio que nos encontrábamos.
Pasamos así la mayor parte de la noche en marchas y contramarchas. La luna salió poco antes del amanecer, nos encontrábamos cerca del lugar de partida de la noche anterior y vimos a lo lejos, en el fondo de un valle estrecho, la villa donde debíamos haber pasado la noche: Habíamos estado marchando mas de 30 horas. La imposibilidad de encontrar guías nos traía miles de pequeñas dificultades de nuevo tipo. En eses sitios escasamente poblados , donde la población entera estaba contra nosotros, raramente encontrábamos personas que, aún con el propósito de engañarnos, fueran capaces de darnos la más mínima indicación concerniente al enemigo.
Supimos, pero muy tarde, que los ejércitos de los generales Castaños y Palafox habían sido completamente derrotados en Tudela, el 23. Si hubiéramos llegado un día antes a Ágreda, podríamos haber encontrado y capturado en ese pueblo las columnas dispersas de españoles, que se estaban retirando hacia Madrid.
Nuestro ejército de la izquierda, cuyos movimientos habríamos de secundar, se había concentrado el 22 en el punto de Lodosa. El 23, había topado con el ejército español de la derecha, se había formado en orden de batalla de una legua de extensión, entre el pueblo de Tudela y la villa de Cascante. El mariscal Lennes rompió el centro de la línea enemiga, con una división de infantería marchando en columna cerrada. La caballería del general Lefevre inmediatamente pasó por la brecha abierta y con un movimiento oblicuo rodeó el ala derecha española. Una vez rotos en un punto, no podían maniobrar y se retiraron en desorden, dejando 30 cañones, muchos muertos y un gran número de prisoneros.
Desde la retirada del rey José en el Ebro, en Julio, los españoles habían adquirido tanta confianza en su fuerza que su ansia ,cuando iban a enfrentarse a nosotros , no era prever los medios de resistirnos o asegurar su retirada en caso de un revés, sino evitar que ningún francés se les escapase. Prejuzgaban la batalla, por su propio deseo ardiente de conquistar y destruir a sus enemigos. Ignorantes del arte de la maniobra, preocupados de no distribuir sus columnas a tiempo para rodearnos, se disponían en largas y delgadas líneas, en planicies donde la superioridad de nuestras tácticas y de nuestra caballería, nos daban necesariamente la ventaja. Este orden de batalla, malo aún con tropas bien maniobradas, privaba a los españoles de capacidad para reforzar los puntos atacados por nuestras columnas cerradas con la celeridad adecuada, o de concentrarse para resistir nuestras huestes.
Nuestras tropas se habían encontrado con más resistencia en Vizcaya y Asturias porque tenían que luchar en países montañosos, donde las dificultades del terreno y el coraje de los individuos, puede a veces estropear los cálculos del arte militar. Antes de que pudieran llegar a Reinosa, habian sido obligadas a ganar en Durango, en Zornosa, en Guénes , en Valmaseda y al final en Espinosa.
Ningún francés dudaba entonces que esas victorias rápidas debían haber decidido el destino de los españoles. Creímos, y Europa también lo creía, que sólo tendríamos que marchar hacia Madrid para completar la conquista de España y la organización del país a la manera francesa, es decir , incrementar nuestros medios de conquista con los recursos de nuestros vencidos enemigos. Las guerras que habíamos tenido, nos habían acostumbrado a ver en una nación solamente sus fuerzas armadas, y a no tener en cuenta el espíritu que podía animar a sus ciudadanos.
El 26 de Noviembre, los cuerpos del mariscal Ney se movieron de Cascante a Borja. Una división del general Maurice Mathieu nos adelantaba un día, haciendo cantidad de prisioneros en su marcha. El 27 llegamos a Alagon, un pequeño pueblo situado a cuatro leguas de Zaragoza cuyos numerosos campanarios se veían a distancia.
Los aragoneses no se habían dejado abatir por las derrotas recientes de sus ejércitos. Habían resuelto defenderse en Zaragoza, no habían sido capaces de protegerse con fortificaciones regulares, pero habían convertido cada domicilio en una fortaleza en sí mismo y cada convento, cada casa requerían un asalto por separado: este tipo de fortificación es quizás el mejor de todos los pensados para alargar un sitio.
Palafox había irrumpido hacía poco en el pueblo con 10.000 hombres, que había salvado después de la batalla de Tudela, esos mismos soldados del ejército de Aragón que habíamos derrotado casi sin esfuerzo en campo abierto, como ciudadanos dentro de su ciudad principal, resistirían un año. Cincuenta mil paisanos armados se reunieron para defender Zaragoza: Vinieron desde todos lados al pueblo, aún por el medio de nuestros victoriosos ejércitos. Temían llegar tarde a donde sus corazones y su patria los llamaban. La milagrosa Virgen del Pilar, decían, nos protegió por mucho tiempo, en tiempos felices ibamos como peregrinos a su santuario, para obtener cosechas abundantes, ahora no dejaremos sus altares sin defensa.
El carácter de los españoles en esas provincias no tiene parecido con el de otras naciones europeas. Su patriotismo es una religión, como era con los antiguos, entre los cuales ninguna nación desesperaba o se dejaba conquistar aún en el medio de desastres. Las águilas sagradas del dios capitolino conducían a los romanos a la victoria. Y cuando, luego de los tiempos de la caballería, nuestros ejércitos modernos fueron organizados a la manera romana, el honor reemplazaba, en nuestros soldados, el sentimiento religioso que apegaba a los soldados romanos a su enseña. La disciplina, fundada en el honor militar, había enseñado a los ejércitos modernos a triunfar , pero es el patriotismo solamente, político o religioso, el que puede convertir a las naciones en invencibles.
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Ver Espinosa-Burgos-Zaragoza en un mapa más grande
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