El 8 de Noviembre, en la noche, se mudaron los cuarteles imperiales de Vitoria a Miranda. El siguiente día, toda la línea central , de la cual nosotros éramos una parte, marchaba bajo las órdenes directas del Emperador. Íbamos a hacer un fuerte ataque sobre Burgos, donde estaba el centro de las fuerzas españolas, luego amenazar, avanzando con rapidez, los flancos de sus ejércitos de la derecha e izquierda en Vizcaya, y hacia las fronteras de Navarra y Aragón, intentando evitar que se concentrasen hacia Madrid, si se retiraban; y para cortar , colocándonos en su retaguardia, todas sus comunicaciones si intentaban resistir.
Para hacerlo , nuestro ejército de la derecha, conformado por los cuerpos de los mariscales Victor y Lefevre, deberían continuar marchando contra el ejército de Blake, que se estaba retirando hacia Espinosa, después de haber sido rechazado de Durango y Valmaseda. Nuestro ejército de la izquierda, bajo los mariscales Lannes y Moncey, permanecía en las cercanías de Logroño y Tafalla. Esperaba el resultado de la acción que nosotros pensábamos no fallaría en Burgos, a fin de moverse y seguir el curso del Ebro hasta Zaragoza. Los cuarteles imperiales estaban radicados, en la noche del 9, en Briviesca. El ejército bajo las órdenes del Emperador estaba acantonado en las cercanías de ese pueblo. Los habitantes del país habían huido hacia las montañas cuando nos acercábamos.
Al amanecer del 10 , el Mariscal Soult fue, con una división de infantería, a reconocer las posiciones del enemigo en dirección a Burgos. A su llegada a la villa de Gamonal, fue recibido con una descarga de 30 cañones. Ésta fue para los franceses la señal de atacar. El mariscal Soult no esperó por el resto de su ejército que lo seguía, se involucró inmediatamente, y derrotó las guardias española y valona, que formaban la fuerza principal del enemigo. El mariscal Bessieres, llegó poco después con la caballería , rodeó los lados del enemigo, completó el trayecto y entró en Burgos confundido con los fugitivos.
De todo el ejército, nuestra brigada de húsares había permanecido sola en un apartado campamento, dos leguas a retaguardia de Briviesca. El ayudante que debía traernos las órdenes de marcha perdió su camino, sin ser capaz de encontrar guía, y sólo empezamos a marchar a las 9:00 de la mañana. Seguimos los pasos del ejército todo el día, sin siquiera barruntar qué había pasado en la mañana en nuestro frente. Cuando vino la noche, percibimos, a gran distancia, las fogatas de la vanguardia del ejército. A pesar de la oscuridad descubrimos, por el movimiento de nuestros caballos, que estábamos cruzando un campo de batalla: aflojaban el paso a cada momento, levantando las patas cautelosamente, por temor a tocar los muertos sobre los que estaban pasando; paraban a veces bajando las cabezas y olfateando con horror los cadáveres de los caballos muertos durante la batalla.
Burgos fue abandonada enteramente por sus habitantes. Esa gran ciudad era solamente un gran desierto cuando nuestras tropas llegaron allí, inmediatamente después de la batalla, y fue abandonada a los saqueadores. En la parte por la cual entramos, se escuchaba el murmullo y voces confusas de los soldados, que iban y venían en todas direcciones en busca de provisiones y utensilios por entre las casas desiertas. Para alumbrar llevaban enormes antorchas, que habían encontrado en los conventos vecinos. Un poco después, en una parte de la ciudad menos visitada por las tropas, se escucharon lastimeros y ahogados gemidos, de los ancianos y enfermos que, incapaces de huir, se habían refugiado en una iglesia, donde se aglomeraban en gran número. Repetían plegarias con sus clérigos, esperando una muerte que creían cercana. Los débiles resplandores de la lámpara sagrada salían por las celosías de la iglesia. Pasamos por entre dos muros de inmensas balas de lana, que los españoles habían recopilado de todas partes, para llevar con el equipaje de su ejército al Sur de Francia, tan seguros estaban de tener una gran victoria sobre nosotros.
A las 11 de la noche llegamos al vivac asignado a nosotros, cerca de las riberas del Arlanzón. Cuando vino el día, vimos en la ribera del río los cuerpos de unos cuantos monjes y soldados españoles , que habían muerto combatiendo el día anterior.
Al amanecer del 11, nuestra brigada de caballería ligera salió a explorar la zona remontando el Arlanzón. Descubríamos, a cierta distancia en las riberas del río, grupos de campesinos y de habitantes del pueblo retirándose entre las alturas o en los barrancos de la orilla opuesta. Muchas veces no veíamos nada excepto sus cabezas subiendo de tiempo en tiempo sobre los arbustos para ver si habíamos pasado.
Algunos de nuestras compañías de los flancos encontraron unas monjas que habían dejado Burgos el día anterior. Esas pobres criaturas, algunas de las cuales nunca habían estado fuera de los precintos de su clausura, habían caminado sin parar, en su terror, tan lejos como sus piernas las podían sostener y habían tratado de esconderse en los bosques cercanos al río. Al vernos a distancia se habían dispersado, pero cuando nos acercamos se reunieron y permanecían de rodillas pegadas unas a otras, con sus cabezas gachas y envueltas en sus capuchas . La que mantenía más presencia de ánimo, se había colocado en pie delante de sus compañeras. En su cara había un aire de candor, dignidad y esa clase de calma que dan las emociones intensas en un momento de desesperación. Decía, mientras tocaba las cuentas de su rosario, a los soldados que pasaban cerca, como implorando su protección: "Bon jour,messieurs Français". Esas pobres monjas fueron dejadas en paz.
Demoramos cuatro días en un pueblo a cuatro leguas de Burgos, cuyo nombre ignoro, porque no encontramos nadie a quien preguntarlo. Los cuarteles imperiales permanecieron en Burgos hasta el 22.
Este pueblo fue el centro de todas las operaciones militares y desde él era igualmente fácil comunicarse con los ejércitos de Vizcaya y Aragón, para observar su marcha y asistirlos en caso de necesidad.
El día después de los hechos de Burgos, se enviaron numerosos destacamentos en todas direcciones para perseguir al enemigo, a fin de completar la destrucción de un ejército, que se había dispersado por una victoria fácil, pero que todavía no había podido ser completamente aniquilado. Diez mil soldados de caballería, con 20 piezas de artillería ligera, salieron para caer rápidamente, por la vía de Placencia [N.T: El autor probablemente se refiera a Palencia y no a las "Placencia" de Euskadi o Zaragoza ], León y Zamora, hacia la retaguardia de la armada Inglesa, que se pensaba que estaba en Valladolid. El mariscal Soult fue personalmente por Villarcayo y Reinosa, detrás del ejército español de la izquierda. Una división de infantería fue por una ruta más directa a ocupar los desfiladeros de las montañas hacia Santander. Estas tropas, a pesar de la rapidez de su marcha, no alcanzaron al enemigo. El ejército del general Blake, en retirada desde el suceso de Durango, había tratado en vano de concentrarse en Guenes y Valmaseda sucesivamente. Perseguido por el mariscal Victor en dirección de Espinosa, por el mariscal Lefevre en dirección de Villarcayo, fue, al fin, totalmente derrotado el 10 de Noviembre, en Espinosa, después de dos días de pelea.
Los ejércitos españoles del centro y de la izquierda habían sido batidos en todo punto, sólo quedaba el ejército de la derecha para dispersar, antes de poder marchar hacia Madrid. Con este fin el ejército del mariscal Ney fue enviado desde Burgos por Lerma y Aranda remontando el Duero, para descender luego hacia el Ebro a fin de rodear los cuerpos de los generales Castaños y Palafox, que iban a ser atacados frontalmente por nuestro ejército de la izquierda , bajo las órdenes de los mariscales Lannes y Moncey. Este ejército de la izquierda todavía ocupaba Logroño y Tafalla, y estaba preparándose para bajar por el Ebro.
El 15 de Noviembre, nuestra brigada de húsares fue a Lerma, a reunirse con el cuerpo del mariscal Ney, al cual permanecimos adjuntos provisionalmente. El 16, los cuerpos del general Ney fueron de Lerma hasta Aranda. Los habitantes siempre abandonaban sus moradas cuando nos acercábamos, llevando con ellos, hacia sus retiros en las montañas, sus posesiones más preciadas. La soledad y desolación que normalmente queda atrás de un ejército victorioso, parecía precedernos a donde quiera que íbamos.
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Mapa de situación:
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