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Memorias de la guerra peninsular (IX)

Nada es más terrible que seguir a cierta distancia un ejército victorioso. Como no habíamos tenido parte en el éxito de nuestros camaradas, que habían batido al enemigo delante nuestra, no había ningún recuerdo de nuestros propios peligros, fatigas o inquietudes, que mitigara el impacto del espectáculo que se nos ofrecía a cada paso. Atravesamos campiñas desiertas y devastadas, acampamos entre los muertos y los heridos, que arrastraban sus cuerpos por el barro del campo, para venir a morir sin socorro cerca de nuestras tiendas.

Nos reunimos en Cuenca con nuestro cuerpo del ejército y, por algunos días, nos alojamos por las cercanías de San Clemente y Belmonte. Esperamos por nuestra artillería que a duras penas avanzaba una legua o dos por día. Las lluvias de invierno habían estropeado tanto los caminos, que frecuentemente era necesario reunir los caballos de varias piezas para mover una sola. Luego atravesamos el país de Don Quijote, en nuestro camino a Consuegra y Madrilejos. El Toboso recordaba perfectamente a la descripción que hizo Miguel de Cervantes en su obra inmortal de Don Quijote de la Mancha. Si este héroe imaginario no fué, durante su vida, de gran servicio a viudas y huérfanos, al menos su recuerdo protegió de los desastres de la guerra la supuesta patria de Dulcinea. Cuando los soldados franceses veían una mujer en una ventana vociferaban riendo: " Esa es Dulcinea". Su alegría tranquilizó a los habitantes que, lejos de huir como era habitual a la vista de nuestras avanzadas, se agruparon para vernos pasar. Las bromas sobre Dulcinea y Don Quijote fueron un vínculo entre los habitantes y nuestros soldados, que, siendo bien recibidos, trataron a sus anfitriones con dulzura.

Permanecimos más de un mes acuartelados en La Mancha. Bien en casas o en vivacs en los campos, vivíamos de la misma forma, íbamos de una vivienda a otra o bien de una fogata a otra, pasando las noches bebiendo y hablando de las noticias frescas de la guerra o de pasadas campañas. A veces un caballo, atormentado por el frío previo al amanecer, se soltaba de donde estaba amarrado y venía a acercar su cabeza al fuego para calentar su hocico. Como un viejo sirviente que quisiera recordarnos que también estuvo presente en los hechos que se contaban.

La vida simple y agitada que hacíamos tenía sus males y sus encantos. En presencia del enemigo, a cualquier hora del día, se veían destacamentos saliendo y otros regresando, viniendo los nuevos de lejanos lugares de España. Cuando recibíamos órdenes de alistarnos para montar, ignorábamos nuestro destino, podría ser un corto trayecto, o Francia, Alemania, o el lugar más alejado de Europa. Cuando nos despedíamos no sabíamos si íbamos a volvernos a ver otra vez. Cuando parábamos, no podíamos saber si era por unas pocas horas, o meses enteros. Aún la estancia más larga y monótona pasaba sin aburrimiento, porque siempre teníamos la posibilidad de un percance imprevisto. Frecuentemente nos faltaban las cosas más imprescindibles para vivir, pero nos consolábamos de nuestra miseria con la esperanza de un cambio repentino. Cuando estábamos en la abundancia nos apresurábamos a disfrutarlo, vivíamos al máximo porque no sabíamos cuánto íbamos a poder disfrutarlo. Cuando el cañón de las batallas rugía en lontananza, anunciando un ataque próximo en cualquier punto de la línea enemiga, cuando los cuerpos se apresuraban a ponerse en línea de acción, hermanos y amigos sirviendo en diferentes cuerpos, se reconocían y paraban para abrazarse y decirse un rápido adiós, chocaban sus armas, sus penachos se cruzaban y retornaban rápidamente a sus respectivos rangos.

El hábito a los peligros nos hacía considerar la muerte como una de las más ordinarias circunstancias de la vida. Nos compadecíamos de los camaradas heridos, pero en cuanto morían se les mostraba una indiferencia rayana en la ironía. Cuando los soldados reconocían al pasar, uno de sus compañeros entre los muertos en el suelo decían: " ya no necesita nada", " ya no maltratará más a su caballo", " se ha emborrachado por última vez" u otras cosas similares, que sólo denotaban en el hablante un estoico desdén por la existencia. Esas eran las únicas oraciones fúnebres pronunciadas en honor de aquellos guerreros que caían en los combates.

Las diversas partes que componían nuestro ejércitos, infantería y caballería sobre todo, diferían notablemente en hábitos y maneras. Los soldados de a pie, no teniendo otra cosa de que ocuparse que de sí mismos y de su fusil, eran egoístas, grandes charlatanes y dormilones. Condenados en campaña, por el temor al deshonor, a marchar hasta la muerte, se mostraban sin piedad en la guerra y , cuando podían, infligían a los demás los sufrimientos que habían padecido ellos mismos. Eran discutidores y hasta insolentes con sus oficiales. Pero, aún en medio de las fatigas a ultranza que tenían que soportar, una buena palabra los devolvía siempre a la razón y el lado risueño. Olvidaban todos sus males a la primera descarga de fusiles del enemigo.

Los cazadores y húsares a caballo eran acusados de bribones, pródigos, amantes de la bebida y de permitirse todo en presencia del enemigo. Acostumbrados a dormir, por decirlo así, con un ojo abierto, a tener siempre el oído atento al sonido de alarma de la trompeta, a los reconocimientos de avanzada para el ejército, a presentir las trampas del enemigo, a adivinar los menores trazos de su paso, examinar los barrancos, ver como águila a lo lejos en la planicie, normalmente tenían una inteligencia despierta y hábitos de independencia. Sin embargo siempre estaban silenciosos y sumisos en presencia de sus oficiales por temor de ser puestos a pie.

Siempre fumando para adormecer su existencia, el soldado de caballería ligera , desafiaba , como en todos los países, con su largo manto, los rigores del clima. El jinete y su caballo, acostumbrados a vivir juntos, tenían parecidos caracteres. El caballero se animaba con su caballo y el caballo con su conductor. Cuando un húsar poco sobrio presionaba a su corcel para apurarse en los barrancos, en medio de precipicios, el caballo retomaba para sí mismo el dominio que el raciocinio le había dado antes al hombre. Medía su coraje, redoblaba la prudencia, evitando los peligros y siempre volvía , luego de algunos rodeos, a retomar su sitio y el de su jinete. A veces , durante la marcha, el caballo ralentizaba su paso suavemente o se inclinaba a propósito, para mantener sobre la silla el húsar borracho y dormido. Cuando éste se recuperaba del sueño involuntario y veía a su caballo jadeando de fatiga, juraba y se lamentaba , prometiendo no volver a beber. Durante varios días marchaba a pie y se privaba del pan para darlo a su compañero.

Cuando un disparo de carabina venido del lado de los centinelas de vanguardia, sembraba la alarma en un campamento de caballería ligera, en un abrir y cerrar de ojos los caballos estaban embridados y se veía a los jinetes en todas direcciones saltando sobre las fogatas, los setos, los fosos, y desplazarse a la velocidad del rayo al lugar de formación para responder a los primeros ataques del enemigo. Sólo el caballo del trompeta permanecía impasible en medio del tumulto, pero, en el momento en que su jinete cesaba de tocar, se impacientaba y se apuraba a reunirse con sus camaradas.

Nuestra división dejó La Mancha a mediados del mes de Febrero, marchando a las órdenes del general Sebastiani, que había reemplazado al mariscal Lefebre, llegamos a los alrededores de Toledo para observar los restos del ejército del duque del Infantado. Procedimos a ocupar Talavera, Arzobispo y Almarez, a la ribera derecha del Tajo frente al ejércio español de Extremadura. Este ejército había sido dispersado el 24 de Diciembre en Arzobispo frente a Almaraz por el mariscal Lefebre. Había sido reorganizado y reforzado bajo las órdenes del general Cuesta, retomando el puente de Almaraz de los franceses y volando las arcadas principales, lo que había detenido completamente la marcha de nuestras tropas y nos puso en precisión absoluta de construir un nuevo puente sobre el Tajo, bajo el fuego enemigo. Poseíamos otros dos puentes, uno en Arzobispo y otro en Talavera, pero los caminos por ellos estaban impracticables para la artillería. El mariscal Victor estableció su cuartel general en la villa de Almaraz, en posición de proteger los trabajos y de supervisar la confección de las balsas. Una partida de nuestra división de caballería ligera fué a la banda derecha del rio a observar al enemigo y a reconocer su flanco derecho en el Ibor.

Cambiábamos frecuentemente de cuarteles por la dificultad que teníamos de obtener forrajes y víveres. Los habitantes habían abandonado casi todo el país ocupado por las tropas. Habían tomado por costumbre tapiar, en un sitio apartado de sus domicilios, todo aquello que no podían llevar consigo. Nuestros soldados comenzaban, al llegar a sus viviendas vacías y sin muebles, por medir de arriba a abajo las paredes exteriores de la vivienda, y luego las interiores, para ver si no había algo oculto en ellas. Se encontraban muchas veces jarras de vino enterradas. Estábamos así , acostumbrados a vivir de los azares, pasando semanas enteras sin recibir pan y sin poder conseguir cebada para nuestros caballos.

El 14 de Marzo, habíamos terminado las balsas , pero no podíamos usarlas ni construir un puente bajo fuego enemigo. Era necesario sobre todo desviarlos de su fuerte posición en Almarez a la confluencia del Tajo y el Ibor.

El 15 de Marzo, una partida del primer cuerpo del ejército atraviesa el Tajo en Talavera y en Arzobispo, para ponerse al flanco y retaguardia de los españoles. La división alemana, bajo las órdenes del general Leval, atacó la primera al enemigo el 17 en la mañana, en la villa de Mesa de Ibor, 3000 hombres de esa división, sin artillería, pasaron a bayoneta 8000 españoles atrincherados en una colina defendidos por 6 cañones. El día 18 se empleó en repeler al enemigo de Valdecannar y a perseguirlo de posición en posición y de peñasco en peñasco hasta la garganta de Miravete. Nuestro regimiento permanecía a la izquierda del ejército con la división Villate. Remontamos el Ibor rechazando sin trabajo, en todos los puntos, a los españoles, que no se mantuvieron cuando vieron sus posiciones rodeadas.

El 19 de Marzo, todo el ejército permaneció quieto mientras se echaban las balsas. El puente se terminó antes de la noche y se comenzó de inmediato a pasar la artillería y las tropas restantes al lado derecho del Tajo. El 20 se reunió todo el ejército en Trujillo. Mas adelante de esa villa, y un poco antes de nuestra llegada ,hubo un enfrentamiento entre los cazadores montados del 5º regimiento que iban a vanguardia, y los carabineros reales de la retaguardia enemiga. El número de muertos en ambos bandos fué mas o menos igual. Los españoles perdieron un jefe de escuadrón.

Los dos ejércitos pasaron la noche a la vista uno del otro. El enemigo inició la marcha el día siguiente, una hora antes de la salida del sol. Le seguimos poco después. El décimo de cazadores iba a vanguardia de nuestra división de caballería ligera, que abría ella misma el camino al resto del ejército. Cuatro compañias de "voltigeurs" (fusileros) a pie pasaban delante nuestro cuando llegábamos a un terreno montañoso o boscoso.

Dos horas antes del ocaso los cuerpos avanzados del 10º de cazadores alcanzaron la retaguardia del enemigo, que, víendose presionado de cerca, se retiró hacia el cuerpo principal del ejército español. El coronel del 10º regimiento, dejándose convencer de un excesivo ardor , deja que su regimiento cargue, animándose y persiguiendo a la caballería española a través de una legua de calzada entre colinas sembradas de encinos.

Cuando un regimiento o escuadrón de caballería carga en columna o en línea, no puede conservar largo tiempo el orden que tenía en el momento de empezar a galopar, los caballos se excitan unos a otros, su ardor se incrementa progresivamente y los caballeros mejor montados acaban por encontrarse muy delante de los otros, lo que rompe el orden de batalla . El comandante de un cuerpo de avanzada no debe hacer más que cargas cortas, siempre, y debe formar frecuentemente sus líneas, para dejar que sus caballos tomen respiro y tener tiempo de reconocimientos por temor a emboscadas. Además, siempre, cuando uno está muy avanzado para recibir ayuda a tiempo de otro cuerpo, se debe conservar en reserva al menos la mitad de la tropa, para sostener a la otra y poder ofrecer a la caballería que viene de atacar, una especie de baluarte tras el cual se pueden reunir, en caso de ser repelidos y perseguidos por una fuerza superior.

Los españoles estaban emboscados no lejos de la villa de Mia Casas, varios escuadrones de su mejor caballería, esta caballería de élite cae de improviso sobre los cazadores de nuestra avanzada que marchaban dispersos y sin orden, con distancias considerables entre ellos. Nuestros jinetes fueron superados en número, sus caballos, fatigados por una carga prolongada, no se pudieron reunir para resistir y , en menos de 10 minutos de combate, mas de 150 de los más bravos cazadores del 10º fueron aniquilados.

El general Lasalle, tan pronto como advirtió lo que pasaba, nos hizo avanzar apresuradamente en su socorro. Llegamos muy tarde , no vimos nada excepto la nube de polvo a la distancia que dejaban los españoles en retirada.

El coronel del 10 estaba ocupado reuniendo sus cazadores y se arrancaba los cabellos de desesperación a la vista de los muertos tendidos aquí y allá en un largo trecho. Al venir la noche acampamos cerca de donde había sucedido este desastre.

El 22 de Marzo el enemigo cruzó el Guadiana . Nos acuartelamos en varios sitios en las vecindades de San Pedro y Mia Casas y nuestra artillería llegó al fin el 23. La mayor parte del ejército se concentraba en el pueblo de Mérida y sus alrededores.

Durante la noche entre el 27 y el 28, el ejército entero marchaba hacia el enemigo. Hacía varios días que el general Cuesta nos esperaba en las Medellín.Había hecho reconocer por sus ingenieros las posiciones ventajosas, donde había colocado su ejército.

Los españoles , a quienes la suerte de las batallas formales les había sido contraria frecuentemente, buscaban cualquier motivo para encontrar la confianza que necesitaban. Tomaban la escaramuza de Miajadas como un presagio feliz. Se apoyaban en una antigua superstición relacionada con la memoria de las victorias ganadas por sus ancestros contra los moros en esas planicies, en las riberas del Guadiana. Los franceses no requerían base para sus esperanzas, confiaban en su hábito de vencer.

Luego de haber atravesado el Guadiana sobre un puente largo y estrecho uno entra en la villa de Medellín, al salir de esa villa hay una planicie inmensa sin árboles , que se extiende por el Guadiana arriba, entre el río , el pueblo de Don Benito.y la villa de Mingabril. Los españoles habian ocupado antes las alturas que separan estos dos pueblos , luego ampliaron su línea de batalla y formaron en una especie de media luna, su izquierda en Mingabril, el centro en frente de Don Benito y la derecha cerca del Guadiana.

A las once de la mañana dejamos Medellin para ponernos en orden de batalla . A poca distancia de esta villa formamos un arco de circulo estrecho entre el Guadiana y un barranco plantado de viñas y árboles que se extendía entre Medellín y Mingabril. La división de caballería ligera del general Lasalle ocupaba el ala izquierda, al centro la división de infanteria alemana y a la derecha la división de dragones del general Latour-Maubourg, las divisiones de Villate y Ruffin iban en reserva. Las tres divisiones que formaban nuestra primera linea habían dejado atrás numerosos destacamentos para proteger las comunicaciones y no tenían más de 7000 soldados. El enemigo presentaba ante nosotros una linea inmensa de más de 34000 soldados.

La división alemana comenzó el ataque, el 2º y 4º regimientos de dragones cargaron luego contra la infantería española, fueron rechazados con pérdidas y la división alemana quedó en el medio de la batalla, formando un cuadrado y resistieron valerosamente durante el resto de la batalla todo esfuerzo del enemigo. No fué sin dificultades que el mariscal Victor recomenzó el combate haciendo avanzar dos regimientos de la división Villate. La caballería enemiga intenta en vano forzar nuestra ala derecha, una gran parte de ella cae de repente sobre nuestra izquierda que , por temor a verse rodeada, se vió forzada a hacer un movimiento de retroceso hacia el Guadiana, donde forma un codo que estrecha la planicie en dirección Medellín. Nos retiramos durante dos horas lenta y silenciosamente, parando cada cincuenta pasos para dar cara el enemigo y disputarle el terreno antes de abandonarlo siempre que nos intentaba sacar de el.

En medio de los silbidos de las balas que pasaban sobre nuestras cabezas y los sordos ruidos de los obuses que, luego de cortar el aire, removían la tierra alrededor nuestro, solo se oían las voces de nuestros oficiales. Daban sus órdenes con tanta más calma y sangre fría cuanto más presionaba el enemigo.

Mientras nos retirábamos, la gritería de los españoles se redoblaba, sus tiradores eran tan numerosos y audaces que frecuentemente forzaban a nuestra retaguardia a volver a nuestro grupo. Nos gritaban de lejos, en su propia lengua que no habría cuartel y que las plancies de Medellín serían la tumba de los franceses. Si nuestro escuadrón fuese roto y disperso, la caballería del ala derecha de los españoles habría penetrado por esta brecha en retaguardia de nuestro ejército nos habría rodeado y las planicies de Medellín habrían sido , como nos gritaban los enemigos, la tumba de los franceses.

Cuando la caballería enemiga estaba a tiro de fusil de nosotros, los tiradores de ambas partes se retiraron y en el espacio que nos separaba no se veían más que los caballos de los muertos, amigos y enemigos, que, heridos en su mayor parte, corrían en todos sentidos, algunos de ellos debatiéndose por desembarazarse de los pesos importunos de sus jinetes, que arrastraban consigo.

Los españoles habían enviado contra nuestro único escuadrón, seis escuadrones de élite que marchaban en columna cerrada, a su cabeza iban los lanceros. Todos ellos empezaron al tiempo a apretar el paso a fin de cargar contra nosotros mientras nos retirábamos. El capitán de nuestro escuadrón hizo que sus cuatro pelotones, que hacían unos 120 húsares, giraran hacia la derecha. Habiéndose hecho este movimiento ajustó la linea frontal con tanta calma como si no hubiera estado en presencia del enemigo. La caballería española quedó asombrada viendo tanta sangre fría y ralentizaron involuntariamente el paso. Nuestro comandande aprovechó ese momento de duda e hizo sonar la carga.

Nuestros húsares, que habían conservado, en medio de las injurias y amenazas múltiples del enemigo, un silencio firme y contenido, cubrieron con sus gritos el sonido agudo de la trompeta. Los lanceros españoles pararon, embargados de terror, tornaron riendas a medio tiro de pistola y trastornaron sus propios escuadrones de caballería detrás de ellos. El terror hizo tanta mella en ellos que ni se atrevían a mirar unos a los otros por temor a ver un enemigo. Nuestros húsares, mezclados con ellos indiscriminadamente, los sableaban sin resistencia y los perseguimos hasta la retaguardia de su propio ejército. Las trompetas llamaban ahora a reordenarse, abandonamos al enemigo para formar de nuevo nuestras líneas. Poco tiempo después de nuestra carga, toda la caballería española de la derecha y de la izquierda desapareció totalmente.

Los dragones se habían concentrado alrededor de sus compañías de élite, se aprovecharon de la incertidumbre de la infantería española, conmocionada por la huída de la caballería, e hicieron contra el centro de los españoles una carga exitosa y brillante. Dos regimientos de la división Villate atacaron al mismo tiempo con éxito la derecha de la infantería enemiga, cerca de las alturas de Mingabril. En un instante el ejército que estaba delante nuestro desapareció como una nube al viento. Los españoles tiraron sus armas y huyeron y el cañoneo cesó.

Todos los cuerpos de nuestra caballería se pusieron a perseguir al enemigo. Nuestros soldados, que se habían visto poco antes en peligro de muerte en caso de verse abrumados por el número de sus enemigos, e irritados por una resistencia de 5 horas, no dieron cuartel. La infantería siguió a la caballaria a distancia y despachaba a bayoneta a los heridos. La ira de nuestros soldados se dirigía particularmente contra aquellos españoles que no llevaban uniforme militar.

Los húsares y dragones, que se habían dispersado en partidas, pronto volvieron escoltando a inmensas cantidades de españoles, los cuales entregaban a la infantería que los conducía a Medellín. Los mismos hombres que habían prometido con tanta seguridad matarnos antes de la batalla, marchaban ahora cabizbajos y con la rapidez que les daba el temor. Al primer signo de amenaza de nuestros soldados, se apretujaban hacia el medio de sus columnas, como ovejas cuando sentían los ladridos de perros persiguiéndolas. Cada vez que encontraban un cuerpo de ejército francés gritaban " Viva Napoleón y su ejército invencible". Algunas veces uno o dos de nuestros jinetes se divertían haciendo repetir, para sí mismos, las aclamaciones debidas al grueso de los vencedores.

Cierto coronel, que era cortesano y ayuda de campo del rey José, miraba a los prisioneros desfilar delante de nuestros regimientos y les ordenó gritar en español "Viva el rey José". Los prisioneros aparentaron al principio no entender, luego de un momento de silencio parecieron entender y gritaron el acostumbrado "Viva Napoleón y sus tropas invencibles". El coronel se dirigió a un soldado español en particular y le repitió, entre amenazas, la orden que le había dado antes. El prisionero gritó " Viva el rey José". Un oficial español, que, de acuerdo a la costumbre, no había sido desarmado, se acercó a su paisano y lo atravesó con su espada. Nuestros enemigos no tenían objeción en rendir homenaje a nuestras armas victoriosas, pero no reconocían, aún en su infortunio, la autoridad de un gobernante que no era de su elección.

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