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Memorias de la guerra peninsular (I)

MEMORIAS DE LA GUERRA DE LOS FRANCESES EN PORTUGAL Y ESPAÑA

El segundo regimiento de húsares, antes llamado Chamboran, en el cual tuve el honor de servir, recibió ordenes de salir de Prusia para ir a España, el año siguiente a la terminación de la campaña con la batalla de Friedland y la paz de Tilsit. Me encontré en situación de comparar dos tipos de guerra absolutamente diferentes: La guerra de tropas regulares, comúnmente poco interesadas en el objeto de la disputa que mantienen, y la guerra de resistencia que una nación puede oponer a tropas conquistadoras.

Fuimos llamados desde las planicies arenosas del Norte de Alemania; tuvimos que vernos con gente sujeta, en su mayor parte, a gobiernos cuyas formas eran enteramente militares. Las diferentes soberanías que componían Alemania, habían, por más de un siglo, volcado todas sus miradas a perfeccionar aquellas instituciones militares que podrían asegurar su autoridad y servir sus ambiciones personales; pero, acostumbrando a sus individuos a una puntual obediencia, debilitaron el carácter nacional, el único baluarte invencible que las naciones pueden oponer a invasores foráneos.

Cuando una provincia de Alemania era conquistada por los franceses y no podía recibir las órdenes de su soberano, las clases inferiores, desacostumbradas al ejercicio de su propia y libre voluntad, no osaban actuar sin las órdenes de sus gobiernos o sus señores feudatarios; esos gobiernos se convertían, por el mero acto de conquista, en subordinados a los conquistadores y los señores feudatarios, acostumbrados a ver las vejaciones que la gente experimentaba de la soldadesca , renunciaban fácilmente a las durezas de la guerra.

El clero en Prusia tenía poca ascendencia sobre la gente; la reforma destruyó, entre los protestantes, ese poder que los clérigos mantienen , aún en nuestros días, en algunas naciones católicas y especialmente en España. El hombre de letras, que podría influenciar la opinión pública y hacer su habilidad servir a la causa de su país, fue raramente llamado para tomar parte activa en los asuntos públicos. La reputación literaria fue el único fin de su ambición, y raramente se interesaron en ocupaciones o estudios aplicables a las circunstancias actuales. El poder real en algunos estados de Alemania, descansaba en sus sistemas militares y su existencia política no podía menos que depender enteramente de la fortaleza o debilidad de sus gobiernos.

En las planicies de Alemania las circunstancias particulares del país no permitían a la gente escapar fácilmente del yugo de sus conquistadores como en otros países de naturaleza diferente. Pequeños grupos de soldados, mantenían una gran extensión de territorio conquistado en el terror, y aseguraban la susbsitencia de nuestros ejércitos. Los ciudadanos no podían encontrar retiradas seguras si intentaran revueltas parciales contra nosotros; aparte de que los alemanes, acostumbrados a una vida regular, silenciosa y segura, sólo eran empujados a hacer un esfuerzo desesperado, por la ruptura completa de sus hábitos ordinarios.

No teníamos nada que temer de los habitantes de los países conquistados por nuestras armas y la guerra de Alemania fue llevada a cabo solamente por ejércitos de regulares, entre los cuales existe más bien rivalidad que odio. El éxito de una campaña dependía del conjunto de las operaciones militares, la actividad y perseverancia de sus comandantes, su perspicacia en descubrir y prevenir los planes de cada uno, y en proporcionar con pericia y celeridad grandes recursos en los puntos de ataque. Fueron evitadas todas aquellas pequeñas acciones parciales, que , en la guerra, sólo incrementan las miserias de los individuos sin contribuir a cualquier ventaja importante, y los talentos de los generales jamás fueron frustrados por acciones de individuos, o por el movimiento espontáneo de la gente.

En Alemania habíamos tenido que someter gobiernos y ejércitos; en la Península Ibérica, donde íbamos ahora a hacer la guerra, el gobierno y el ejército fueron rápidamente aniquilados. El emperador Napoleón invadió Portugal y España, puso en fuga o redujo a cautividad los soberanos de esos dos países y dispersó sus fuerzas militares. No fuimos llamados a combatir con tropas de línea, en todas partes casi iguales, sino contra una gente aislada de todas las demás naciones continentales por sus maneras, sus prejuicios, y la naturaleza del país. Los españoles iban a oponer a nosotros una resistencia tan obstinada como la que más, pues ellos creían que el objeto del gobierno francés era hacer de la Península un estado secundario, irrevocablemente sujeto al dominio de Francia.

Con respecto al conocimiento y el progreso de los hábitos sociales, España estaba al menos un siglo atrasada de las otras naciones del continente. La situación distante y casi aislada del país , y la severidad de sus instituciones religiosas, evitaron que los españoles tomaran parte en las disputas y controversias que agitaron y esclarecieron Europa desde el siglo XVI. Apenas pensaban en el espíritu dieciochesco que había sido una de las causas de la Revolución Francesa.

Aunque los españoles eran muy dados a la indolencia, y se encontraba en su administracion ese desorden y corrupción que eran consecuencias inevitables de un largo despotismo, su carácter nacional no había muerto. Su gobierno , arbitrario como era, no era comparable al poder militar absoluto existente en Alemania, donde la sumisión constante de todos y cada uno a las órdenes de uno solo, continuamente presionaban los resortes del carácter individual. Fernando el Católico, Carlos V, y Felipe II, habían, es cierto, usurpado casi todos los privilegios de los grandes y las cortes, y habían aniquilado la libertad española; pero la debilidad del gobierno bajo sus sucesores, había siempre permitido a la gente, a pesar del despotismo del soberano, una libertad práctica que frecuentemente era llevada hasta la insubordinación.

En los anales de las monarquías alemanas no se escucharon nunca otros nombres que los del soberano y sus ejércitos. Pero, desde que Fernando el Católico unió los diferentes reinos de España, raramente hubo un reinado en el cual la gente no diera pruebas sensibles de su existencia y poder, imponiendo condiciones a sus dominadores o expulsando a sus ministros o sus favoritos. Cuando los habitantes de Madrid se rebelaron y demandaron de Carlos III , el padre de Carlos IV, la dimisión de su ministro Esquilache, el rey en persona fue obligado a aparecer a fin de arreglarlo con la gente y emplear la intervención de un monje con un crucifijo en su mano. La corte, que había huido a Aranjuez, intentó luego enviar los guardas valones contra Madrid; la gente mató algunos, y la voz fue " Si los valones entraran , los Borbones no reinaran". Los valones no entraron, Esquilache fue despedido y el orden restaurado. En Berlín y Prusia, los habitantes respetaban los soldados de su rey , así como los soldados respetaban a sus comandantes; en Madrid, los centinelas, puestos en guardia para vigilar la ejecución de las órdenes de su soberano, dejaban preferencia al menor burgués.

Los ingresos de la corona eran muy modestos y, consecuentemente, sólo podían mantener un número limitado de soldados. Los regimientos de línea, con la excepción de algunos cuerpos privilegiados, estaban incompletos, mal pagados y mal disciplinados. Los clérigos eran la única poderosa milicia ejecutiva que los reyes de España podian comandar; era por las exhortaciones de los clérigos desde sus altares y la presentación de ornamentos pontificios y reliquias, que ellos reprimían y disipaban los tumultos populares.

Los clérigos españoles odiaban a los franceses por patriotismo y por interés; ellos conocían bien que la intención era abolir sus privilegios y privarlos de su poder temporal. Su opinión era también la de la mayor parte de la nación. Cada español contemplaba la causa general como su pendencia particular y teníamos, en breve, casi tantos enemigos individuales que combatir como habitantes contenía la Península Ibérica.

Las altas y estériles montañas que rodean y atraviesan España estaban habitadas por tribus guerreras, siempre armadas para ejercer el contrabando, acostumbradas a desconcertar a las tropas regulares de su propio país, que eran frecuentemente enviadas en su persecución. El indómito carácter de los habitantes de la Península; la suavidad del clima, que permite vivir al aire libre casi todo el año y, por ende, abandonar el propio domicilio según la ocasión; los retiros inaccesibles de las montañas del interior; el mar, que baña tan extensas costas; todas las circunstancias surgidas del carácter nacional, el clima y la situación local, no podían fallar en proporcionar a los españoles innumerables facilidades para escapar de la opresión de sus conquistadores y para multiplicar sus propias fuerzas, fuera transportándolas rápidamente a aquellos puntos en que los franceses tenían alguna flaqueza, o asegurando su escape de la persecución.

Cuando abandonamos nuestros acantonamientos en Prusia para ir a España, hacia finales de Agosto de 1808, escasamente habíamos meditado en los imprevistos obstáculos que habríamos de encontrar en un país tan nuevo para nosotros. Pensábamos que marchábamos en una expedición fácil y corta: conquistadores en Alemania , no imaginábamos que nada nos pudiese parar en el futuro.

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